jueves, 28 de febrero de 2013

APUNTÓ CON DEVOCIÓN SOSTENIENDO LA 48

Se castró la risa ante el espejo empantanado con reflejos del Averno y se arrastró sin compasión por la calle desprotegida.
 Era estrecha y desoladora. 
Las sombras pululaban y acechaban con sus garras insidiosas cualquier alma desprotegida que osara pasar. Menos la de él,  porque era inmune a las sombras.  
No había una chispa de luz que consagrara una esperanza. 
Los diablos se esmeraron en hacerle asequible el camino y le colocaron la presa frágil y desprotegida.
 No lo pensó. Tampoco quiso mirarla a los ojos para no flaquear. Para no arrepentirse y descubrir el lado humano que todavía le quedaba.
 Las últimas miradas antes de morir se convertían en insidiosas y perseguidoras. Y clavaban hondo su amargura y desesperación en sus victimarios. Era mejor no mirar. Era mejor escuchar sus alaridos pidiendo clemencia, que sentir ese filo frío de sus miradas desvalidas y acusadoras. 
Fijó sus ojos en los pechitos temblorosos cuyos pezones estaban erectos por la angustia. Veía a través de su blusita blanca los puntitos oscuros y pensó que se verían bonitos teñidos de rojo. 
No esperó más. 
Apuntó con devoción, sosteniendo la 48 y la respiración al mismo tiempo. 
No tembló. 
Dejó que ella temblara por él. Sintió que una erección se insinuaba ya en sus pantalones. Soportó la espera un poco más. No quería eyacular a destiempo. 
Ella no se movió. Estaba paralizada de susto. Las lágrimas le llovían en las mejillas. 
Él supuso que sus ojos eran un manantial de imploración. No los vio. Se concentró en el punto exacto donde metería la bala.
 Dudó. 
No estaba seguro si elegir el derecho o el izquierdo. Se decidió por el derecho. Claro, allí estaba el corazón. Y no quería dañar mucho la blusita blanca tan bonita con sus encajes de espuma. El bulto en sus pantalones crecía. Era insoportable ya. Mentalmente contó hasta tres. Uno… dos…tres… y los dos cuerpos estallaron al unísono.

Febrero 2013
Publicado en la Revista La Ira de Morfeo
http://revistalairademorfeo.net/index/?p=2093

sábado, 23 de febrero de 2013

LA JAULA

Me observo en el espejo buscándome en el reto de esos ojos que me miran fijamente.
Incursiono en sus mieles traicioneras que se camuflan en ocres, sienas, verdes y hasta en negros.

Sostengo el grafito entre mis dedos y en el lienzo delineo mi cabeza.
Cotejo en el espejo.
Es ovoide, creo.
Encajo ojos, nariz, boca y orejas. Odio mis cejas, arqueada una, la otra recta.
Inquisitivamente me miro en el espejo descubriéndome un lunar que no había visto antes y unas arrugas
(líneas de expresión) que se acentúan día a día… Le doy forma a mi frente ancha (inteligente creo). Delineo
mis mejillas y barbilla. Mi cuello no es esbelto pero sostiene firmemente mi cabeza.
Me retiro y veo mi boceto a la distancia.
Un leve aire de mi se me aparece.
Un pronunciado aire de mi, desaparece.
Retoco ojos y boca. Enderezo la nariz y alargo mi barbilla. Y mientras mis ojos se alternan entre el espejo y
 el boceto, me veo surgir en forma muy cercana a mí.
Dispongo mis pasteles en la mesa y empiezo a darme vida con colores. Rojos, naranjas, blancos, amarillos y
violetas. Mis ojos cobran vida. La risa se insinúa en mi boca. Mi gran nariz, recuerdo de mi padre, se planta
altiva y desafiante.
Mi cabellera alborotada es el problema.
Me deshago de ella y decidida, la enrollo en lo alto de mi cabeza.
Un nido se aparece como magia.
Pero un nido sin pájaros no es nido, pienso.
Y en respuesta mis manos vuelan dibujando pájaros de mil colores.
A mi alrededor no hay vuelos rotos, solo aleteos celebrando vida.








NOS RETAMOS ENTONCES.

Mi autorretrato me mira fijamente y sin entender el poderío de su mirada y el impulso inescrutable que me 
guía, con trazos firmes y seguros en muy pocos minutos, yo quedo enjaulada.

septiembre 2012

LA MAGA

Desde muy niña imaginé que los que hacían fotografías eran magos de verdad. En mi cabeza no cabía ninguna otra explicación. Era imposible, para mi entender de niña pueblerina, que una persona común y corriente pudiera plasmar en un papel, la imagen perfecta de una persona.
Eso es magia me repetía convencida.
¡ Así que decidí que al crecer sería maga!
Cuando entré a la Universidad a estudiar periodismo y Comunicación, mi velada intención era aprender sobre fotografía. El entusiasmo se me desbordaba por los poros cuando el maestro, cámara Kodak en mano, nos enseñó las partes de la cámara y su funcionamiento. El visor, decía, sirve para encuadrar la fotografía, el diafragma controla la luz, el obturador controla el tiempo de luz, el foco permite buscar la nitidez de la imagen y el disparador fija la imagen del encuadre y al presionarlo, listo, ya tenemos la fotografía.
Todo parecía tan sencillo y mis ganas de poner en práctica lo aprendido crecían y crecían cada vez más.
¡Por fin el día llegó!
Conseguí prestada una cámara más o menos profesional y con Claudia, mi inseparable y querida amiga de la U, nos fuimos a la calle a tomar esa fotografía que definitivamente nos llevaría a la gloria.
A cien metros de nosotras lo vimos venir. Era un vendedor de helados con su carretilla vestida de colores. A simple vista parecía una imagen común, pero con el sol maravilloso de esa tarde, las jacarandas estruendosas de flores violetas y sobre todo, con nuestro exceso de entusiasmo, parecía la escena perfecta. Yo tomaría esa primera fotografía.
Con ínfulas de importancia tomé la cámara, calculé la distancia y la luz, abrí el obturador, coloqué cuidadosamente mi ojo derecho en el visor y busqué mi objetivo pero no encontré por ninguna parte al heladero. Entonces Claudia muy sagaz, sacó la tapa del lente que yo había olvidado quitar. Coloqué nuevamente mi ojo derecho, cerré el izquierdo y busqué y al fin pude ver al heladero que venía muy lejos todavía.
Mi corazón se aquietó y pude corroborar tranquilamente la velocidad y la luz. Respiré profundamente para controlar el temblor de mi dedo índice derecho que era el encargado de presionar el disparador. (Para ese entonces mi pulso y mi corazón se habían quedado absolutamente callados). Me puse nuevamente en posición. Busqué mi objetivo y no lo encontré por ninguna parte. Bajé la cámara desconsolada sin entender lo que estaba pasando y entonces una campanilla me hizo voltear la cabeza hacia atrás. El heladero subía la enorme cuesta de la avenida dándonos la espalda y llevándose, sin saberlo, mi única oportunidad de capturar ese momento único e irrepetible en mi vida.
Ante el desconsuelo y la incertidumbre por no saber con exactitud lo que había pasado, escuché la voz de Claudia que me apremiaba.
—¿La tomaste Ari, la tomaste verdad?
Yo me sentí humillada y avergonzada. Había perdido mi oportunidad y desperdiciado esa escena irrepetible. Intentando disculparme le dije:
No la tomé Claudia, pero te juro que no entiendo lo que pasó, te aseguro que venía muy lejos todavía.
Y Claudia sin saber si ponerse a reír o a llorar me dijo.
¡Por Dios Ari, si no le cambiaste el zoom! ¡Por eso lo veías lejos!
Regresamos a la clase frustradas, sin haber podido tomar esa fotografía de exteriores, Entonces Claudia se paró enfrente del salón y me dijo a rajatablas sosteniendo la cámara a la altura de sus ojos.
Sonríe Ari, que quiero plasmar el momento memorable en que casi te haces fotógrafa.
Yo sonreí convencida de que esa fotografía me recordaría siempre este momento y me juré allí mismo que revelaría este negativo y mi sonrisa sería la primera imagen que vería surgir para sentirme maga de verdad.
Pero la odisea de rebobinar el negativo en la espiral del revelado casi me obliga a desistir de mi empeño de ser fotógrafa. En la oscuridad rotunda del salón de clases, cubiertas las ventanas con cartones negros y las ranuras de las puertas con trapos del mismo color para no dejar pasar ni una miseria de luz. El aire tampoco podía entrar. Compañeros y compañeras sofocados, tanteando en la oscuridad, sin poder instalar una ranura donde poder insertar la punta del negativo. Los olores penetrantes y hasta desagradables de los químicos. Estornudos, discretas maldiciones, risas nerviosas, explicaciones del profesor, expresiones de triunfo al conseguir colocar los negativos. ¡Mierda, se me volvió a salir! Risas incontenibles. Más esfuerzos. Más logros y por fin la luz y el aire entrando a borbotones.
La case había terminado y al parecer todos habíamos conseguido nuestro objetivo.
Al día siguiente yo blandía orgullosamente mi tira de negativos donde la única imagen expuesta a la luz era mi espléndida sonrisa de satisfacción.
Cuando me tocó el turno de entrar al minúsculo cuartito oscuro, donde solo cabía la pila, la mesa con la ampliadora como una araña gigante, los tarros de químicos, un tendedero, el maestro y yo, me sentía, ya no como una maga, sino como una Diosa a punto de crear la vida.
Había llegado el momento de ver con mis propios ojos cómo surgía mi cara en la pileta y eso solo era comprable, según yo, con la creación.
Bajo la dirección del maestro coloqué el papel fotográfico en la ampliadora y cuidadosamente puse el negativo y gradué los filtros. Manipulé los focos y aunque me sorprendió que prevalecieran los tonos oscuros en mi cara, no le presté mucha atención, ni siquiera cuando el maestro dijo que había sobreexposición.
Ese era un término nuevo e incomprensible para mi, así que lo deseche por el momento, expuse el papel a la luz infrarroja el tiempo necesario y temblando de emoción coloqué el papel boca abajo en a bandeja del revelador.
¡No lo podía creer, esa sensación tan inmensamente esperada durante muchos ojos se estaba haciendo realidad ante mis ojos! De a fotografía empezaron a surgir mis compañeros con sus caras sonrientes. ¡No lo podía creer! ¡Mi moño y mi cabello ya se estaban definiendo! Por fin se hizo la magia, pensé. Ya veía mis ojos y mi cara… pero…¿Dónde estaba mi cara con mi hermosa sonrisa?
Y entonces mi cara y mi sonrisa no aparecieron por ninguna parte.
Y fue de esa manera demasiado cruel para mis expectativas, que me enteré lo que significaba sobreexposición a la luz.






Ya han pasado 25 años desde entonces, pero cada vez que veo la fotografía, la risa se me aparece en la cara y sin proponérmelo, vuelvo a revivir esas maravillosas aventuras en las que quise, sin lograrlo, convertirme en maga.
12/12/12

viernes, 22 de febrero de 2013

PACA TIENE TRISTEZA EN EL CORAZON

Paca tiene espinillas en la cara y tristeza en el corazón. Los años le caen como tempestades de lágrimas sin velas para apagar. Pero la soledad se le arrinconó en sus manos sabias para tejer suéteres y bufandas multicolor y para acariciarse y darse consuelo. Paca tiene ojos de tuyuyú y suficiente serenidad para machucar las cucarachas que encuentra en su alacena. También mata serpientes y hace el dulce de coco más sabroso que he probado en mi vida. Pero Paca tiene un enorme problema: las sillas y las puertas y hasta su cama, ya le quedan chicas. Sus nalgas crecen y crecen y crecen cada vez más y no hay silla que la aguante ni puerta que la deje pasar de frente. Por eso ahora Paca se sienta en el suelo, sobre el patio  y allí pasa horas y horas viendo las nubes pasar y sueña que se convierte en libélula con aspiraciones de águila y vuela tan alto que llega hasta donde la altura tiene su fin y descubre esos mundos que ocultan las personas en sus mentes. Y es que la imaginación de Paca es fantástica y demoledora. Igual que recrea amorosamente una imposible historia de amor, estruja sinsentidos en la cabecera del olvido. Para Paca la muerte y la vida no tienen fronteras y no necesita leer libros para conocer las historias más excelentes del mundo. Paca las inventa y las vive sin abstinencias de ningún tipo. Paca es fantástica. Y cuando su risa se arrepiente de estallar le entran confrontaciones de hastío y los aguaceros se le escapan por los ojos. Entonces viene la debacle. Y se inundan de sombras los espejismos de luz. Y se desbordan las auroras boreales en colores resquebrajados sin primor. Y la inconsistencia de la nada adquiere presencia de estupor. Y el aniquilamiento de las palabras se magnifica en su voz. Y ni siquiera la posibilidad de destripar una cucaracha le devuelve la alegría. Ahora Paca está triste. Se le nubló el corazón con piruetas de dudas. Las manos se le llenaron de azacuanes y el corazón se le estropeó. Paca hoy ha dejado de sentir.

Noviembre 2012

HOGAR DULCE HOGAR

Su vientre es redondo y duro.
 Es como si el planeta entero se le hubiera acomodado en ese espacio reducido, de palpitaciones leves, de transformaciones prematuras. Y le pesa tanto, como debe pesarle el mundo al suicida que se desbarranca por el camino menos fácil.
                           Todo es incomprensible. 
Diez  años no alcanzan a entender la violencia de las garras lacerando su niñez. La lengua avariciosa se refocila con su cara, con su cuello… y su ombligo  se estremece y le vienen ganas de no sé qué…  Es un miedo oscuro lo que le tapa la garganta y no puede gritar. Ni  siquiera vomitar cuando siente la lengua hurgándole los rincones de su boca.
La vida era plena y vestida de luz.  El camino llevaba a todas partes y los sueños se alcanzaban con solo cerrar los ojos y soltar la risa. Ahora siente un ser extraño en su cuerpo. Cuando está queriendo dormir oye un corazón que no es el suyo. Entonces aprieta los ojos y se tapa los oídos, pero los sonidos le vienen de adentro. No encuentra acomodo. Le duelen los pechos y piensa que son dos granos grandes a punto de reventar.
Entre náuseas y mareos le entran ganas de jugar y entonces, como por arte de magia, se olvida de esa cosa que se le mueve adentro mientras  mece a sus muñecas y les cambia los pañales.  Pero los pasos se acercan y de nuevo estremecen su ser. La noche llega y con ella el miedo otra vez será su cobija. 

LUNA LLENA

Lira está desnuda y es vulnerable a las miradas, que como parvadas de cuervos aterrizan en su ombligo untándola de escarnio y vergüenza. Siente sus nalgas heridas por el sondeo lujurioso que la hurga a distancia todavía. Sus pechos, casi púberes, están alzados en franca protesta ante la insistente y acuciosa  búsqueda de asquerosa autosatisfacción. Su pubis indefenso palpita ante la amenaza de esos ojos sagaces y maledicentes que destilan lujuria y deseo.
Siente la humedad de sus lágrimas recorriéndole el cuello y escucha la ensordecedora crepitación de sus gritos salvajes y desesperados, enmudecidos por el terror.
Está a su merced y lo sabe y no encuentra un rasgo de humanidad donde anclarse.
¿Donde salvarse?                                                                        
Su virginidad, guardada celosamente, es ahora el motivo que la cotiza alto y es la única razón que por el momento; evita que esas hienas humanas se le echen encima para saciar su gula.
Se siente un objeto pero se resiste a aceptarlo. Apela a sus principios y a esa moral enseñada por su padre, tan guardada en su corazón y se esfuerza para volar y evadir esa sensación de sentirse observada y ultrajada, como si fuera un trozo de carne colgando en una carnicería, o una piedra preciosa en un estante.                                            
Da igual.

La subasta está por empezar. Los hombres se acercan amenazando con tocarla pero se contienen. Sus manos (las de Lira) no alcanzan para cubrir su desnudez. Su rabia claudica ante el miedo y la vergüenza. Se resiste a vivir y silenciosamente pide un milagro.
¡Que se abra la tierra y la trague!
Pero los milagros no siempre aparecen cuando se les necesita y hoy en su lugar, las exorbitantes sumas se suceden una a una sin cesar.
Los postores pujan
El subastador levanta el martillo que como un péndulo imperioso se detiene una fracción de segundo en el aire antes de que el vendedor diga con tono de triunfo la maldita palabra…
¡Vendida!...
El segundo se termina y Lira se convierte en un producto más de esta sociedad consumista y mercantil que con nuestro silencio… avalamos también.

Octubre 2012

miércoles, 20 de febrero de 2013

MANOLA


Manola orinó abundantemente en el excusado arrinconado en una esquina de su habitación, imaginando por milésima vez, que junto al agua arremolinada que escapaba por el sifón se iba también ¡Gracias a Dios! la miseria de su vida.
Ese minúsculo espacio se había convertido en su santuario y su cadalso.
Su desnudez allí no era vista, ni mancillada, ni injuriada por nadie. Era su momento santo de intimidad y desconsuelo.
Tomó una toallita húmeda y lavó con ella suavemente su pubis en un intento de compensarle por las abatidas inhumanas y golosas a que constantemente era sometido.
Revisó mecánicamente su imagen en el espejo de cuerpo entero.
Colocó desodorante en sus axilas y un chicle en la boca. Masticarlo la aislaba de los hombres que ya fuera abajo o encima de ella, le exigían placer a cambio de unos billetes que casi nunca llegaban a sus manos.
El trabajo constante de sus mandíbulas masticando una goma sin sabor y sin esperanza, también la aislaba de esa habitación de paso, de la ciudad, de su vida, del mundo y algunas veces hasta de su vergüenza.
Se vistió con la bata de transparencias que en lugar de cubrir sus desnudeces las exponía más.
Su cuarto de hora estaba por terminar.
La inquietud por saber qué tipo de hombre encabezaba la fila en el pasillo ya no le importaba. Su cuerpo, a excepción de esos quince minutos entre cogida y cogida ya no le pertenecía. Sus ojos se negaron esta vez a ver la fotita de Fernandito que desde la pared, le miraba con esos ojitos inundados de preguntas nunca dichas.
No podía descomponerse ahora. Tal vez más tarde, cuando su cuota estuviera cubierta podría verlo a la cara para reanudarle sus promesas de luchar para zafarse de su mala suerte y del cabrón del Secundino que la exprimía a más no poder.
Se recompuso de esos pensamientos al sentir los golpes imperativos en la puerta.
 ¡Puta a trabajar, que el tiempo me cuesta dinero!—, Manola escuchó esas palabra de la boca de Secundino y pensó que expulsaba sapos y culebras.
Dibujo de Araminta Gálvez.
Lápiz sobre papel fotográfico
Abrió la puerta y no pudo evitar un estremecimiento cuando el manoseo descarnado del hombre se concretó esta vez en sus pechos indefensos y frágilmente expuestos. Abrazó amorosamente uno de sus pechos como si en eso le fuera la vida.
Sobre el camastro cubierto con una sabana apabullada con flores sin color, un hombre se desabotonaba el pantalón mientras un abultamiento empezaba a gestarse.