Desde el librero abarrotado de novelas románticas y poesía
sin métrica, insistente, el reloj contaba uno a uno los segundos. Era un sonido
extraño, como pasos sobre la hojarasca, o como el silencio de la luna
quebrándose en un cuenco de agua.
Dulce todavía sentía en su lengua y en una
esquina del paladar, la dulzura de la
canillita de leche que Saturnino le había compartido la tarde aquella, en que
se fue para siempre, dejando su corazón alborotado.
La había comido por pedacitos, a la canillita de leche, sumergida de lleno en la
contemplación de la pared que ocultaba la distancia. Tenía miedo de acercarla con sus ojos y darse cuenta, que ya no se veía la silueta de su espalda.
Prefería imaginarlo y rememorar esa minúscula gota
de saliva que había saltado de su boca y que ella había recibido en su lengua
como si se tratara de agua bendita.
Ahora ya no le quedaba nada físico de él,
solo recuerdos y la falta de certeza de su existencia. ¿y si solo se trataba de
su imaginación? ¿y si Saturnino solo era una construcción de su locura? ¿Y si su
madre tenía razón y simplemente ella no era
digna de ser amada ? ¿Y si mejor cerraba los ojos y se dejaba morir?
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