Se castró la risa ante el espejo empantanado con reflejos del Averno y se
arrastró sin compasión por la calle desprotegida.
Era estrecha y desoladora.
Las sombras pululaban y acechaban con sus garras
insidiosas cualquier alma desprotegida que osara pasar. Menos la de él,
porque era inmune a las sombras.
No había una chispa de luz que consagrara una
esperanza.
Los diablos se esmeraron en hacerle asequible el
camino y le colocaron la presa frágil y desprotegida.
No lo pensó. Tampoco quiso mirarla a los ojos
para no flaquear. Para no arrepentirse y descubrir el lado humano que todavía
le quedaba.
Las últimas miradas antes de morir se
convertían en insidiosas y perseguidoras. Y clavaban hondo su amargura y
desesperación en sus victimarios. Era mejor no mirar. Era mejor escuchar sus
alaridos pidiendo clemencia, que sentir ese filo frío de sus miradas desvalidas
y acusadoras.
Fijó sus ojos en los pechitos temblorosos cuyos
pezones estaban erectos por la angustia. Veía a través de su blusita blanca los
puntitos oscuros y pensó que se verían bonitos teñidos de rojo.
No esperó más.
Apuntó con devoción, sosteniendo la 48 y la
respiración al mismo tiempo.
No tembló.
Dejó que ella temblara por él. Sintió que una
erección se insinuaba ya en sus pantalones. Soportó la espera un poco más. No
quería eyacular a destiempo.
Ella no se movió. Estaba paralizada de susto. Las
lágrimas le llovían en las mejillas.
Él supuso que sus ojos eran un manantial de
imploración. No los vio. Se concentró en el punto exacto donde metería la bala.
Dudó.
No estaba seguro si elegir el derecho o el
izquierdo. Se decidió por el derecho. Claro, allí estaba el corazón. Y no
quería dañar mucho la blusita blanca tan bonita con sus encajes de espuma. El
bulto en sus pantalones crecía. Era insoportable ya. Mentalmente contó hasta
tres. Uno… dos…tres… y los dos cuerpos estallaron al unísono.
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