Nívea, como una playa acariciada por la espuma de un desliz
pertinaz, estaba su mente. Apaciguada de
recuerdos y puntos comunes. La sonrisa
tallada en roca humana. La expresión tan lejana que mis ojos no la
alcanzaban
nunca, ni siquiera en los amaneceres aquellos en que algún fantasma lo asolaba
y la agitación
desarmaba su sueño. Los despertares lo alejaban más de mí.
Cuando me veía a su lado, el puente del
desconcierto se tendía tan largo como
el desconsuelo que me derrotaba. Era y no era el mío. Estaba y no
estaba allí.
Los dioses se hacían de oídos sordos y la esperanza se me diluía. ¡Qué ganas
definitivas de
entrarme en tu mundo y extraviarme y emborracharme en vacíos!
Eso es lo que me figuro. Que los vacíos
que ves son tan insondables que hasta
te vaciaron de mí. El recurso de las fotografías era mi esperanza. El
verte
conmigo, el verme contigo en la fiestecita de los quince años, aquellos en los
que me besaste de tal
forma que el color se reventó en mi cara, como una
granada madura; nuestra boda en la que estrenamos de
todo, hasta felicidad y
cama nueva; o el viaje a Atitlán, ¿recuerdas la persistencia del sol en tu cara
y
aquellos camarones enormes con su dulzura en la boca?, ¡por Dios! ¡Cómo la
gozamos!, y luego las fotos
sexteando al amparo de helados y churros que se
derretían mientras te reías, mientras me reía… y después
los chicos con sus
caritas idénticas a la tuya, con tu nariz, con esa forma irregular en tu frente
y esa boca
con sabiduría de beso, culpable de mi inmediato enamoramiento de ti…
Hoy, cuando me ves sin
reconocerme quiero que la tierra se abra para morir allí
mismo, de igual forma que ya he muerto en tus ojos.
Mayo 2012