Desde muy niña imaginé que
los que hacían fotografías eran magos de verdad. En mi cabeza no cabía ninguna
otra explicación. Era imposible, para mi entender de niña pueblerina, que una
persona común y corriente pudiera plasmar en un papel, la imagen perfecta de
una persona.
Eso es magia me repetía
convencida.
¡ Así que decidí que al
crecer sería maga!
Cuando entré a la
Universidad a estudiar periodismo y Comunicación, mi velada intención era
aprender sobre fotografía. El entusiasmo se me desbordaba por los poros cuando
el maestro, cámara Kodak en mano, nos enseñó las partes de la cámara y su
funcionamiento. El visor, decía, sirve para encuadrar la fotografía, el
diafragma controla la luz, el obturador controla el tiempo de luz, el foco
permite buscar la nitidez de la imagen y el disparador fija la imagen del
encuadre y al presionarlo, listo, ya tenemos la fotografía.
Todo parecía tan sencillo y
mis ganas de poner en práctica lo aprendido crecían y crecían cada vez más.
¡Por fin el día llegó!
Conseguí prestada una cámara
más o menos profesional y con Claudia, mi inseparable y querida amiga de la U,
nos fuimos a la calle a tomar esa fotografía que definitivamente nos llevaría a
la gloria.
A cien metros de nosotras lo
vimos venir. Era un vendedor de helados con su carretilla vestida de colores. A
simple vista parecía una imagen común, pero con el sol maravilloso de esa
tarde, las jacarandas estruendosas de flores violetas y sobre todo, con nuestro
exceso de entusiasmo, parecía la escena perfecta. Yo tomaría esa primera
fotografía.
Con ínfulas de importancia
tomé la cámara, calculé la distancia y la luz, abrí el obturador, coloqué
cuidadosamente mi ojo derecho en el visor y busqué mi objetivo pero no encontré
por ninguna parte al heladero. Entonces Claudia muy sagaz, sacó la tapa del
lente que yo había olvidado quitar. Coloqué nuevamente mi ojo derecho, cerré el
izquierdo y busqué y al fin pude ver al heladero que venía muy lejos todavía.
Mi corazón se aquietó y pude
corroborar tranquilamente la velocidad y la luz. Respiré profundamente para
controlar el temblor de mi dedo índice derecho que era el encargado de
presionar el disparador. (Para ese entonces mi pulso y mi corazón se habían
quedado absolutamente callados). Me puse nuevamente en posición. Busqué mi
objetivo y no lo encontré por ninguna parte. Bajé la cámara desconsolada sin
entender lo que estaba pasando y entonces una campanilla me hizo voltear la
cabeza hacia atrás. El heladero subía la enorme cuesta de la avenida dándonos
la espalda y llevándose, sin saberlo, mi única oportunidad de capturar ese
momento único e irrepetible en mi vida.
Ante el desconsuelo y la
incertidumbre por no saber con exactitud lo que había pasado, escuché la voz de
Claudia que me apremiaba.
—¿La tomaste Ari, la tomaste verdad?
Yo me sentí humillada y avergonzada. Había perdido mi oportunidad y
desperdiciado esa escena irrepetible. Intentando disculparme le dije:
—No
la tomé Claudia, pero te juro que no entiendo lo que pasó, te aseguro que venía
muy lejos todavía.
Y Claudia sin saber si
ponerse a reír o a llorar me dijo.
—¡Por Dios Ari, si no le
cambiaste el zoom! ¡Por eso lo veías lejos!
Regresamos a la clase
frustradas, sin haber podido tomar esa fotografía de exteriores, Entonces
Claudia se paró enfrente del salón y me dijo a rajatablas sosteniendo la cámara
a la altura de sus ojos.
—Sonríe
Ari, que quiero plasmar el momento memorable en que casi te haces fotógrafa.
Yo sonreí convencida de que
esa fotografía me recordaría siempre este momento y me juré allí mismo que revelaría
este negativo y mi sonrisa sería la primera imagen que vería surgir para
sentirme maga de verdad.
Pero la odisea de rebobinar
el negativo en la espiral del revelado casi me obliga a desistir de mi empeño
de ser fotógrafa. En la oscuridad rotunda del salón de clases, cubiertas las
ventanas con cartones negros y las ranuras de las puertas con trapos del mismo
color para no dejar pasar ni una miseria de luz. El aire tampoco podía entrar.
Compañeros y compañeras sofocados, tanteando en la oscuridad, sin poder
instalar una ranura donde poder insertar la punta del negativo. Los olores
penetrantes y hasta desagradables de los químicos. Estornudos, discretas
maldiciones, risas nerviosas, explicaciones del profesor, expresiones de
triunfo al conseguir colocar los negativos. ¡Mierda, se me volvió a salir!
Risas incontenibles. Más esfuerzos. Más logros y por fin la luz y el aire
entrando a borbotones.
La case había terminado y al
parecer todos habíamos conseguido nuestro objetivo.
Al día siguiente yo blandía
orgullosamente mi tira de negativos donde la única imagen expuesta a la luz era
mi espléndida sonrisa de satisfacción.
Cuando me tocó el turno de
entrar al minúsculo cuartito oscuro, donde solo cabía la pila, la mesa con la
ampliadora como una araña gigante, los tarros de químicos, un tendedero, el
maestro y yo, me sentía, ya no como una maga, sino como una Diosa a punto de
crear la vida.
Había llegado el momento de
ver con mis propios ojos cómo surgía mi cara en la pileta y eso solo era
comprable, según yo, con la creación.
Bajo la dirección del
maestro coloqué el papel fotográfico en la ampliadora y cuidadosamente puse el
negativo y gradué los filtros. Manipulé los focos y aunque me sorprendió que
prevalecieran los tonos oscuros en mi cara, no le presté mucha atención, ni
siquiera cuando el maestro dijo que había sobreexposición.
Ese era un término nuevo e
incomprensible para mi, así que lo deseche por el momento, expuse el papel a la
luz infrarroja el tiempo necesario y temblando de emoción coloqué el papel boca
abajo en a bandeja del revelador.
¡No lo podía creer, esa
sensación tan inmensamente esperada durante muchos ojos se estaba haciendo
realidad ante mis ojos! De a fotografía empezaron a surgir mis compañeros con
sus caras sonrientes. ¡No lo podía creer! ¡Mi moño y mi cabello ya se estaban
definiendo! Por fin se hizo la magia, pensé. Ya veía mis ojos y mi cara…
pero…¿Dónde estaba mi cara con mi hermosa sonrisa?
Y entonces mi cara y mi
sonrisa no aparecieron por ninguna parte.
Y fue de esa manera
demasiado cruel para mis expectativas, que me enteré lo que significaba
sobreexposición a la luz.
Ya han pasado 25 años desde entonces, pero cada vez que veo la fotografía, la risa se me aparece en la cara y sin proponérmelo, vuelvo a revivir esas maravillosas aventuras en las que quise, sin lograrlo, convertirme en maga.
12/12/12
Excelente relato mi amiga, la verdad que fue un encuentro muy cercano con la fotografia, que algunas personas en ese momento tiran la toalla...gracias por compartirla y espero poder ver mas de tus escribires...un abrazo.
ResponderEliminarJulio Meza.
Que gusto enorme verte aquí vos, ojalá regresés y pueda verte aunque sea por este medio. Un abrazo también.
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