Dibujo a lapiz. Araminta Gálvez 2015. |
En el cuerpo de la mujer quedaban pocos espacios de piel
sin cubrir y Nicolás no sabía dónde
posar su mirada. Los tatuajes la
adornaban con rosas rojas y con palabras escritas en lenguajes desconocidos.
Animales
mitológicos aparecían por su espalda lanzando garras, colas y dientes
amenazantes.
Mariposas y libélulas
azules se posaban en su pubis depilado y en el vientre levemente redondo.
Los
colores eran intensos. Rojos, negros,
azules.
Las figuras humanas parecían habitantes naturales de su cuerpo. Proporciones
perfectas, expresiones siniestras unas, calmadas otras. Posadas sobre sus hombros, brazos y
piernas.
Frente a la mujer, el espejo multiplicaba su imagen
mostrando otros ángulos, otras posibilidades.
La incomodidad había sido desplazada de los
ojos de Nicolás, ahora la veía con una insistencia tan intensa como su
necesidad de respirar. No deseaba parpadear y perderse un instante de ese
paisaje de mujer que aparentemente indiferente a él, continuaba secándose el
cabello con la secadora de mango corto, de un color metálico parecido al
amarillo.
Los mechones caían sobre sus hombros como aves negras.
Sus ojos lo observaban con travesura. Lo retaban, lo invitaban a acercarse.
Se volvió hacia él y sus pechos pequeños aparecieron con la piel limpia, sin una sola mancha de tinta. Nicolás se perdió en ellos, los saboreó y los deseó con el alma entera. Pero sus pies lo traicionaron y como si tuviera un bloque de cemento, se quedó impávido, viendo cómo la mujer desaparecía tras la puerta.
Los mechones caían sobre sus hombros como aves negras.
Sus ojos lo observaban con travesura. Lo retaban, lo invitaban a acercarse.
Se volvió hacia él y sus pechos pequeños aparecieron con la piel limpia, sin una sola mancha de tinta. Nicolás se perdió en ellos, los saboreó y los deseó con el alma entera. Pero sus pies lo traicionaron y como si tuviera un bloque de cemento, se quedó impávido, viendo cómo la mujer desaparecía tras la puerta.
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