Fotografía: Araminta Gálvez |
Los pájaros charlaban alegremente en los encinos y nogales de la vecindad.
La gente había despertado tan temprano como siempre y como autómatas, se enfrascaban en los quehaceres cotidianos.
Ella podía escuchar claramente, cómo el agua se deslizaba por los reposaderos llevando consigo un gorgoriteo de espuma y de minúsculas cascadas. Los pasos de la señora del 4 se escuchaban arriba. Con la inseguridad y la soledad de siempre. Lina los había contado muchas veces y se los sabía de memoria. Era como si la ciega fuera la del 4 y no ella. Tan exactos sus pasos siempre. Tan previsibles. Tan desolados. Y de pronto la puerta se cerraba con un golpe seco y el silencio derramado en la habitación que quedaba a oscuras, como ella.
Al lado los González se movían como si no tuvieran alma. Destrozaban el silencio sin consideración. Las ollas y sartenes parecían las armaduras de feroces contrincantes en el campo de batalla. Los olores de las frituras llegaban hasta ella alborotando su hambre. Las carcajadas y el noticiero a todo volumen hacían enmudecer a los chicharacheros pájaros de los encinos y los nogales de la vecindad. La fiesta parecía estar siempre en su apogeo, pero a las seis en punto, el tumulto se callaba y Lina con lentitud abría los ojos imaginando
un día de luz, en el que las sombras no existieran para ella.
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