El amago de ver oro donde otros solo ven excremento, impulsó a Rotundo Panteón allá, a finales de
1800 más o menos, a buscarle una salida al nauseabundo abandono de las calles
que apestaban y mostraban un paisaje desolador, invadido de plastas humanas y estiércol de animales y por consecuencia, propenso al hedor constante, a las enfermedades,
la inmundicia y las excrecencias.
Rotundo, dueño y señor de la
cantina, "Aquí me quedo", reconocida y apreciada por los bebedores
empedernidos, gracias al elixir propiciador de bienestar y olvido, a la oferta
de total desenfreno favorecido por el puñado de “exóticas señoritas traídas de
lejos de estas tierras” y a la ubicación exclusiva del lugar, que garantizaba
total discreción de lo allí acontecido, por el tapial de adobe cocido que
circulaba el patio impidiendo las miradas indiscretas.
La brillantez de su
cráneo, carente de cabellera por causas genéticas no descubiertas todavía, no
era en balde. Cuando Rotundo lograba pensar, gracias a los breves y escasos
momentos de sobriedad, tenía ideas tan brillantes como su pulido cráneo.
Una tarde en que las
moscas estaban de fiesta por la hedentina insoportable, aumentada por el embate
del calor inmisericorde, la iridiscente luz de una idea refulgió en su cerebro.
Aletargado y taciturno por la goma mal atendida, clavó sus ojos en las cagadas
esparcidas a diestra y siniestra y sorprendentemente asqueado, sin pensarlo dos
veces, agarró pala y azadón y comenzó a escarbar un agujero de profundas
dimensiones.
Los primeros días no
despertó curiosidad, ni provocó comentario alguno. La posibilidad de que el
hoyo sirviera para echar las inmundicias, era la más probable, porque cuando ya
era imposible pasar esquivando la caca, se amontonaba en un rincón y se le
echaba tierra encima para amainar la hedentina.
Pero como todavía
quedaban algunos espacios por donde se
podía pasar sin riesgo de embarrarse, el afán de Rotundo, inmerso de cabeza en
la tarea, terminó por despertar la curiosidad y el desconcierto de los clientes
más avispados.
La boca oscura del
agujero no revelaba sus intenciones, así que entre escupitajos y tragos para
amainar la goma, los hombres abatidos por el inclemente efecto del licor,
iniciaron largas deliberaciones y apuestas acerca de los motivos de tal
excavación. Las apuestas iban y venían de igual forma que las suposiciones y
las deposiciones incontenibles de borrachos, semi borrachos y potenciales
miembros del gremio.
Rotundo se mantuvo callado,
cabizbajo y sobrio durante varios días en los cuales diseñó, trazó, elaboró,
corrigió, reconstruyó, evaluó y concluyó un mamotreto de dimensiones, uso y
formas inexplicables y desconocidas hasta entonces.
El desconcierto y la
sorpresa se instalaron en los ojos legañosos y desbordados de cataratas de los
trasnochadores que sin previo aviso, se encontraron una mañana de golpe con un armatoste
desconocido, del cual no tenían ningún conocimiento acerca de su nombre, uso y
razón de ser.
Era un artefacto medio
espectral que se imponía airoso y plácido en el centro del patio, como si ése
fuera su reino y siempre hubiera estado instalado allí, desdeñando las miradas
y provocando el desahogo por extrañas y misteriosas razones.
La incertidumbre se
derramaba envolviéndolos de estupor y preguntas que se estrellaban ante la
impasibilidad y el silencio absoluto de Rotundo. El aire evolucionaba en
putrefacción. Se hacía espeso, inmisericorde, agrio. Se estancaba en el hastío
y evidenciaba la decadencia y putrefacción del siglo que se avecinaba temeroso
de despuntar.
Pero como lo desconocido es el campo de todas
las posibilidades, ésta parecía ser la máxima de ese trasto inusual pero
latente, que se imponía como un altar ante las adoraciones suspendidas y cuestionables
del público, que constantemente lo observaba con la morbosidad pegada a la piel
y la curiosidad tatuada en los ojos.
Rotundo, inviolable como
una tumba permanecía callado, magnificando con su silencio la importancia de
esa mezcla de adefesio y monumento sagrado, que desafiaba de igual forma la
imaginación y la belleza.
Se usaron todas las
tretas posibles para extraerle algún indicio que develara su razón de ser, su
uso, o tan siquiera su nombre. Pero este parecía ser el secreto mejor guardado de
todos los tiempos, tan solo superado por el misterio oculto del Santo Grial y el
Dorado, ambos tan codiciados e inútilmente buscados a través de los tiempos.
De tal envergadura fue
la fama que se gestó con la insólita construcción, que de un día para otro, Aquí
me quedo dejó de ser una cantina exclusiva de los hombres. Las mujeres,
respetables amas de casa, honestas señoritas casaderas, viudas nobles, ejemplo
de recato y rectitud y hasta niñas púberes se acercaron con timidez primero, y
desenfado después, atraídas por la curiosidad y el misterio de ese artefacto de
poder, que tenía la capacidad indiscutible de terminar con el pudor femenino y
la exclusividad masculina de este antro de borrachera y perdición.
Como un acto inusual y
preocupante también, Rotundo contrató varias mulas que junto a sus dueños
acarrearon decenas de carretas rebalsadas de caca y y las llevaron fuera del tapial,
a un lugar desconocido.
De tanto en tanto las
reglas cambiaban en algunos lugares del mundo y mientras en estas tierras las normas
sociales y eso que se llama desarrollo tardaba mucho en llegar, en Europa ya se
había superado la tan famosa frase de “Agua va”, salvando de un baño de orines
a los caminantes distraídos.
En Francia y en Inglaterra se conducían las aguas
privadas y el dos también, hacia los ríos y fuentes que gracias a sus
turbulencias y a su gravedad, escoltaban los desechos dispersando la hedentina con
mayor discreción y amplitud.
Allá, del otro lado del
mar el progreso era notable. Se
legislaban leyes de harta importancia como la que exigía, como norma de
educación, sustituir los pedos por toses y prohibir terminantemente defecar en las calles. Los estudiosos y
hombres de bien ocupaban su masa gris en profundos debates, análisis y
deliberaciones para guiar, con buen tino, a las sociedades europeas al
progreso.
Un caso de alta representatividad fue el de Erasmo Rotterdam, noble
inglés que en un desborde de lucidez escribió sus normas de conducta
proclamando que era descortés saludar a alguien mientras se orinaba o defecaba.
Por lo dicho con
anterioridad, la conducción de la humanidad era guiada con buen tino y dirección.
Pero aquí, de este lado del mar, los avances, las buenas costumbres y las modas,
tardaban mucho tiempo en llegar, así que la disposición emitida por Rotundo,
que prohibía orinar y cagar dentro del área circulada, so pena de ser
expulsados definitivamente del lugar, despertó la inquietud y la preocupación
de los asiduos y curiosos del lugar, no sabiendo cómo hacer para dejar de responder
a las urgencias del cuerpo.
Las carreritas
apresuradas y continuas hacia el exterior de la propiedad se intensificaron
mientras crecía también la incertidumbre y la curiosidad por el armatoste que
pese a las disputas y acuciosas investigaciones sobre su razón de ser,
continuaba sin develar sus verdaderas intenciones.
Rotundo, discreto y sabiondo iba y venía
ultimando los detalles.
El aire empezó a
aligerarse de la pestilencia y del revoloteo constante de las moscas. La
pulcritud del lugar lastimaba los ojos disipados ya de la borrachera. Las deliberaciones se intensificaban sobre la
razón y motivo de ese mamotreto que parecía no servir para nada y al mismo
tiempo se insinuaba como la razón de todo lo inventado hasta ahora.
Alejados por varios
días del vicio consuetudinario del alcohol, la claridad asomó con timidez en
los cerebros y la deliberación inteligente afloró. El análisis de esa cosa y su
funcionamiento y razón de ser, era el centro de las conversaciones.
En un principio se
pensó que podría ser un aparato de tortura por el agujero donde muy bien cabía la
cabeza de una persona. La posibilidad de intimidar y hacer pagar o desertar del
delito a los presuntos culpables, era tentadora. Luego dilucidaron acerca de la
posibilidad de que fuera un altar para adorar a algún santo en particular o un
observatorio para controlar las entradas y salidas de los clientes regulares.
Se analizó con seriedad
y convicción, acerca de la posibilidad de que se tratara de un oráculo o un
santuario a la bebida, pero de la misma forma que las posibilidades se
gestaban, se derrumbaban ante cualquier otra idea por desatinada que fuera.
Una tarde de octubre,
con el sol despuntando en lo alto, el revoloteo de Rotundo que iba y venía con
mayor intensidad ultimando los detalles, les confirmó, a todos los presentes,
que el gran día por fin había llegado.
Una limpieza inaudita regenteaba el lugar. El viento se mecía transparente y oloroso a pino fresco.
Con la certeza de que las
palabras de Rotundo saciarían su curiosidad, los hombres y mujeres se aglomeraron alrededor
del patio y soportaron pacientemente los olores a pulcritud, de igual forma que
las ganas de salir a vaciar el cuerpo, con tal de no perder sus puestos de
observación.
Inusualmente bañado y
con la ropa limpia, sonriendo de oreja a oreja, Rotundo se dispuso
a revelar con su discurso inaugural, la información ansiada y largamente esperada.
—Amigos, amigas y conciudadanos que nos
honran con su presencia, —dijo
con su voz sonora impregnada de ínfulas
de grandeza—. ¡El gran día
por el que todos han esperado ha llegado!. Hoy su curiosidad será saciada. El elixir
de la verdad inundará sus inquietudes. La certeza inamovible de que el
desarrollo y la pulcritud han venido a quedarse para siempre en "Aquí me quedo", es indiscutible. Hoy se
escribe un nuevo e imprescindible capítulo de la historia y me congratulo
humildemente en aceptar que soy y seré uno de esos grandes hombres que
recordarán las generaciones futuras por sus ideas geniales y precursoras. Sé
muy bien que este invento que hoy develaré ha sido causa de muchas
deliberaciones y que los argumentos han estado a la orden del día, pero les
aseguro —agregó alzando la voz y
puntualizando con un gesto de su dedo índice—, sin lugar a equivocarme,
que a mis oídos no ha llegado todavía la verdad de lo que mi invento representa
y significa.
Ante el asombro y la
curiosidad desbordada en las caras de los espectadores, Rotundo, llevando y
trayendo de un lado a otro su vientre pronunciado y sus bigotes engominados
para la ocasión, alzó nuevamente la voz para hacerse escuchar por sobre los
murmullos de admiración.
—¡¡Hoy me congratulo en presentarles el Trono de la
Civilización, el ícono que representará de aquí en adelante el invento más
sobresaliente del que pueda tenerse conocimiento!! ¡¡Les garantizo que será el
lugar en el que reyes, reinas y plebeyos, de aquí en adelante y hasta el fin de
los tiempos, depositarán con enorme satisfacción y alivio sus posaderas para
desahogarse de las peticiones del cuerpo!!
Ante las bocas abiertas por el estupor y la incomprensión,
Rotundo continuó diciendo.
—Las noticias de mi invento atravesarán mares y fronteras y
la fama les alcanzará a ustedes por ser quienes primero lo han conocido. Ahora
bien, el cagadero, como temporalmente le llamaremos hasta encontrar un nombre
más digno de él, requiere ser probado para garantizar su efectividad, por lo
tanto, —agregó alzando más la voz — requiero de un voluntario que quiera pasar
a la historia y demostrarnos ahora mismo su funcionalidad.
Las manos se alzaron a diestra y siniestra, los voluntarios
que llegaban casi a cincuenta buscaban ser elegidos para estrenar el cagadero
no solo por el honor que eso significaba y la posibilidad de pasar a la
historia, sino también apurados por la urgencia de vaciar sus riñones e
intestinos largamente contenidos por la espera.
De inmediato eligió a Ramón Pardiez quien se sintió favorecido
por la suerte. Su cuerpo descomunal avanzó hacia el centro del patio y
estremecido todavía por la emoción, se colocó frente a Rotundo quien
ceremoniosamente, como si fuera una corona de laureles, le colocó una máscara
que ocultaba sus rasgos y protegía su identidad, no así las vergüenzas que
dentro de poco quedarían expuestas al público.
En silencio y con gran atención, Ramón recibió las
indicaciones necesarias y con gestos de lo más corrientes y comunes se
desabrochó el pantalón y lo bajó hasta sus pantorrillas procediendo a sentarse
cómodamente en el agujero que por varias semanas había despertado su inquietud
y su atención y la de todos los allí presentes.
El silencio era sepulcral. Las pulsaciones se espaciaron por
el asombro y por el interés de no perderse ni uno solo de los movimientos y
esfuerzos que ejecutaba diestramente Ramón Pardiez, sabedor de
antemano de lo que su proeza representaba. Por momentos las venas de su cuello robusto
y corto como un trozo de salchichón, se tensaban adquiriendo una coloración azulada y sanguinolenta. Luego el
alivio las suavizaba, logrando con ello transferir a los espectadores y a las
espectadoras, la certeza de la complacencia que estaba experimentando con el
vaciado de sus intestinos.
Sentado cómodamente, sin tener que guardar el equilibrio en
cuclillas, sin exponerse a las picaduras de animales rastreros, sin el riesgo
de embarrarse con residuos indeseados, Ramón cruzó una pierna sobre la otra, en
un derroche demostrativo de satisfacción y comodidad. El público aplaudió,
envidiando su suerte y deseando ocupar prontamente su lugar.
Rotundo no cabía en sí del orgullo que se le derramaba por el
rostro. Veía el asombro y la admiración desbordados mientras Ramón era incitado
por los presentes a finalizar su demostración y dar lugar al desfogue de los
demás.
Rotundo Panteón cerró un momento sus ojos mientras imaginaba,
complacido, que gracias a su invención, la especie
humana, EN SU TOTALIDAD, reinaría en el trono por siempre. —De ahora en adelante —dijo convencido—,
todos los hombres, mujeres, reyes y reinas excretarán sus miserias en este
trono apostado con serenidad de esfinge y sabiduría de desfogue.
Mientras tanto, Ramón se
subía los pantalones y entregaba la
máscara a Chupita Celedón que encabezaba la larga fila que esperaba turno con urgencia y ansiedad.
febrero 2013
Ja! Llegué al final, amiga. Que no por esperado deja de resultar estupendo.
ResponderEliminarFacilidades histriónicas, que tienes.
Beso
Me alegra saber que según tu las tengo José y más me alegra que hayas llegado al final. Eso ya es un logro enorme para mi. Un beso para ti también.
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