Morir, qué cosa estúpida, realmente no tiene sentido. Es inconcebible,
es inexplicable…
¿Por qué razón tengo que morir? ¿Hay alguna justificación acaso? ¡Seguro
que no la hay! Posiblemente se diga que porque estoy viejo. ¿Y eso qué tiene
que ver? ¿Acaso los robles no son más fuertes cuando están más viejos?
Y sonreía seguro de sí mismo.
Eran muchos los años que había impuesto su voluntad sobre el pueblo y
sobre sí mismo. Todos le temían, todos lo respetaban, entonces… ¿Cómo era
posible que se muriera?
—No, definitivamente no. Morirse es
señal de flaqueza, de debilidad y yo no pienso darles el gusto.
Y seguía viviendo fiel a su manera de pensar. Su corazón viejo y cansado
no lo traicionaba. Seguían jalando juntos, a veces con dificultad pero jalando
siempre.
Estaba viejo, en su cabello solo quedaba la nostalgia de la juventud y
una enorme tristeza del color de la ceniza. La piel hacía tiempo que había
perdido su lozanía y firmeza. Ahora estaba dividida por cientos de arrugas que
le marcaban el cuerpo. El temblor incontrolable de sus miembros era su
compañero constante, al igual que el insomnio que se aparecía en las largas
noches de invierno y en las sofocantes del verano. Se aferraba a él, a sus
pensamientos, a sus temores ocultos, recelosos, a sus remordimientos. El
insomnio los alborotaba, los despertaba del fondo de su conciencia y los hacía
aparecer en su memoria.
Hacía tiempo que le temía a la noche. Hacía tiempo que odiaba a la
noche.
—En sus sombras, —pensaba receloso—, se ocultan mis
enemigos, están encubiertos por la negrura y son tan cobardes que no se atreven
a darme la cara a la luz del día.
Entonces atizaba con fuerza sus remordimientos para que se escabulleran
hasta lo más profundo, hasta lo insondable de su conciencia y el rencor y el
odio incontrolable hacia los más débiles se alzaba poderoso, implacable,
amedrentando incluso a la noche.
La lucha con la muerte había empezado hacía mucho tiempo y era
incontenible. Ninguno de los dos daba tregua. A pesar de los lacerantes dolores
que lo punzaban y lo penetraban hondo, él siempre encontraba tiempo para
sonreír. Sus encías negruzcas dejaban ver dos o tres dientes, (triste recuerdo
de su poderosa dentición). Reía con ironía, con sorna, con satisfacción.
—Estos buitres, —decía refiriéndose a sus familiares abriendo
desmesuradamente los ojos salpicados de sangre— no ven la hora de
caer sobre mis despojos. Están expectantes, ansiosos. ¡Pero con las ganas se
van a quedar!
Se sentía poderoso, invencible. Más aún, cuando veía rondar por su lecho
sus cuerpos enflaquecidos. Eran tan flacos que a través de sus vestiduras
oscuras se descubría con facilidad la forma osea y desgarbada de sus
esqueletos. Parecían sombras grotescas, caricaturizadas en una forma ridícula
que se alargaba hacia lo alto. Las mejillas hundidas y las cuencas de los ojos
formando dos lagos tristes, con una aureola de profundas ojeras, como un
presagio de muerte. Avanzaban con paso vacilante por los corredores
interminables del caserón, cargando en las entrañas un hambre de siglos y un
deseo de liberarse de esa opresión.
Pero la esperanza se acobardaba ante la presencia y voz del amo y señor.
—Con las ganas se van a quedar, —repetía a gritos.
Y los humillaba y no tenía consideraciones con nadie. Solo su perro era
merecedor de su afecto. Un afecto terrible y extraño. Para él mandaba traer
carne de la mejor calidad. Reunía en el comedor a toda su familia y ante
las caras tristes y nostálgicas de comida, le daba al perro grandes pedazos de
carne. El perro los engullía con fiereza, con avaricia, mientras el hambre se
revolcaba en los estómagos de las sombras humanas que observaban silenciosas.
El viejo reía y reía, hasta hacer que el hambre se les escabullera para
dejar lugar a un miedo extremo, resbaladizo y penetrante que les recorría por
el cuerpo, estremeciéndoles los riñones hasta hacerlos desahogarse en una orina
pálida que resbalaba por sus muslos magros. Al verlos orinarse de miedo se
sentía omnipotente y seguro de su dominio.
Con un gesto brusco hacía que lo dejaran solo con el perro. Cerraba con
candado la puerta, descolgaba una correa y un látigo. Amarraba al perro y con
furia empezaba a golpearlo una y otra vez, hasta hacerlo sangrar y hasta
sentir que se había cobrado el precio que había gastado en la carne.
El perro aullaba lastimosamente a cada latigazo despertando
lástima en quienes lo escuchaban. Cuando terminaba de golpearlo, le acariciaba
la cabeza y el perro lamía la mano que momentos antes lo había golpeado.
—Estos se mueren de ganas de que me
muera —murmuraba convencido—. ¡Pero qué va! La
muerte no puede conmigo. Esa me tiene miedo —y se carcajeaba con
estruendo. Luego se quedaba callado y veía receloso hacia todas partes y
continuaba murmurando—. A veces la presiento vigilándome,
expectante, queriendo meterme zancadilla. ¡Pero esperando se va a quedar la
maldita porque no me voy a morir! ¡Yo soy omnipotente! ¡Soy invencible!
Se acostó queriendo conciliar el sueño. Su mente estaba convencida de
que no moriría nunca, pero su corazón tuvo un descuido y la muerte se le acercó
sigilosa hasta romper el frágil hilo que lo unía con la vida.
2008
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