Chipichipi,
chipichipi, decían las gotitas de agua al caer sobre los ríos, sobre las
montañas y sobre la espaldita de Casualidad, que al igual que las demás
tortugas caminaba paso a paso, despacito, sigilosa, cuidando de esconder su
cabecita cada vez que una gota de agua intentaba estrellársele encima.
Pero las
traviesas y redondas gotitas afinaron su puntería y le mojaron la cabeza y el
cuello una y otra vez.
Entonces
Casualidad empezó a estornudar con muchas ganas.
—Aaaaaahaaaaacskxiiiij Aaaaaahaaaaacskxiiiij —repetía con tanta fuerza que su caparazón estuvo a punto
de salir volando por el esfuerzo que hacía.
—¡Salud! —Le
dijeron los grillos que celebraban la lluvia con sus canciones nuevas.
—¡Dios te
favorezca y la nariz no te crezca! —Le dijeron los elefantes que
sabían muy bien de esas cosas.
—¡Dios te
ampare y te proteja! —Le gritó una coneja que temblaba de frío bajo
el árbol más grande y viejo del bosque.
Casualidad
agradecía amablemente con gestos, con palabras y con estornudos los buenos
deseos de sus vecinos y de sus vecinas.
Caminaba
sintiéndose muy feliz de llevar su casa a todas partes.
Sentía
que el mundo entero le pertenecía.
Dormía
donde le agarraba la noche y cada día, al abrir las ventanitas que tenía en sus
ojos, miraba un paisaje hermoso y diferente.
Cuando su
espaldita se cansaba por el peso de su caparazón, se ponía panza arriba y movía
sus patitas para que el aire y el sol le recorrieran y refrescaran el cuerpo.
Entonces se sentía como nueva otra vez.
—¡Qué hermosa
es la vida! —decía contoneando su colita de arriba para abajo, de abajo para
arriba y de un lado para el otro.
Casualidad
había nacido por casualidad en un nido que no era el suyo, por eso su mamá,
cuando la vio por primera vez, le puso ese nombre.
Doña
Gallina, cansada de empollar el único huevo que todavía le quedaba en el nido,
mientras sus siete polluelos le picoteaban las patas exigiendo atención, casi
se muere del susto cuando vio salir del cascarón una cabecita redonda y sin
pico y sin plumas que la miraba con adoración y ternura.
Después
del susto del primer momento, doña Gallina decidió que esa cosita diferente era
tan hijo suyo como los demás.
Con
delicadeza le quitó los pedazos de cascarón que tenía prendidos en el cuerpo y
al hacerlo, se dio cuenta que tenía cuatro patitas en lugar de dos y que en
lugar de plumas llevaba una concha dura en la espalda.
Feliz por
tener un hijo tan amable, aunque fuera diferente, le picoteó con suavidad la
cabecita para darle la bienvenida a este mundo y con mucha alegría llamó a sus
otros hijitos.
—Vengan a
conocer a Casualidad –les dijo.
Los
bulliciosos pollitos corrieron a conocer a su hermanita pero Casualidad
escondió la cabeza dentro de una cuevita que tenía en el cuerpo.
Los siete
pollitos se quedaron quietos, con el pico abierto, sin pestañear, observando
esa cuevita oscura donde esperaban que en cualquier momento apareciera otra vez
Casualidad con sus ojitos brillantes.
Y cuando
por fin salió, los siete piquitos se abalanzaron rápidamente hacia ella, pero
Casualidad fue más rápida y a partir de entonces, siempre les ganó en el juego
de las escondidas.
Así
pasaron muchos días y muchos meses y algunos años y doña Gallina y sus ocho
hijitos aprendieron entre juegos y consejos a quererse y respetarse sin importar
sus diferencias.
Los
pollitos le regalaban a Casualidad las más ricas lombrices que encontraban y
mientras ella las saboreaba agradecida, sus hermanitos picoteaban su caparazón
produciendo una resonancia de congas y tambores que ponía a bailar a todos los
animalitos del bosque.
Pero su
infancia ya se había quedado atrás. Y por un momento la lluvia se hizo más
fuerte. El chipi chipi ya no era chipi chipi sino chiplock, chiplock y resonaba
con fuerza en su espalda.
Casualidad
no pudo dejar de pensar en su niñez y recordar que el sonido que ahora hacía la
lluvia en su caparazón, era igualito a la música que años atrás hacían sus
hermanitos picoteando sobre ella.
—No hay
ninguna duda —pensó alegremente— aunque todas las
criaturas seamos diferentes, el mundo nos pertenece a todos por igual y siempre
valdrá la pena haber vivido.
El arco
iris con sus siete colores, como si fuera una hamaca, se tendió de una montaña
a la otra y el sol, como siempre sucede, se asomó desde las nubes a pintarlo
todo con luz y color.
Julio de
2008
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