El desgarramiento silenciaba la vida de sus pulmones ocupados en cuerpo
y alma en atenuar los efectos del mísero aire que propulsaban. Los dolores
instalados en cada resquicio de su cuerpo se intensificaban con cada
respiración. La luz entraba con sigilo por sus ojos demudados por el
sufrimiento.
Shopán ya no era suficiente para aplacarlo.
La morfina tampoco.
La insistencia de la vida de asirse a sus huesos y pellejos lo
desbalanceaba. ¿Cómo resistirse a ella? ¿Cómo desprender su fragilidad de esa
fuerza robusta, consistente y vital?
Los instantes perdieron la dimensión del tiempo y se hicieron eternos.
Los días y las noches distanciaron su encuentro. Sus ojos extenuados hablaban a
gritos pidiendo compasión. La incalculable hermosura de la vida era una carga
demasiado pesada para las fuerzas que ya no le quedaban. Y la inmensa osadía de
tragar una cucharada de sopa solo era comparable con escalar el monte Everest.
Maximiliano no quería, ni tenía fuerzas, ni motivos suficientes, para
maldecir la hermosa vida que lo había sumergido por treinta y seis años en la
sorpresa, el asombro, la lucha y la pasión. Se le entregó como un amante
incondicional dispuesto siempre al descubrimiento, pero en este momento solo
quería cerrar los ojos y abrazarla mientras se le desvanecía por el cuerpo.
La jeringa ya contenía su carga mortal.
Julián le demostró su incondicionalidad y la dejó al alcance de su mano.
Rogó porque su pulso no lo traicionara. Introdujo meticulosamente
la aguja en el suero que hidrataba sus cañerías agotadas. En un desborde
de osadía reunió las miserables fuerzas que le quedaban y presionó.
Las transparencias se encontraron y se refocilaron con la vida y con la
muerte.
Una de las dos saldría vencedora.
El nocturno para piano de Shopán se impuso en el silencio de esa tarde
lloviznada de sanates y no me olvides.
Septiembre 2012
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