Siria tenía actitud y
unas enormes ganas de cantar. Cuando dejaba de intentarlo su garganta le dolía
y las canciones se le acumulaban en fila impidiendo su desahucio. Y entonces
cantaba a boca de jarro. Sin tapujos. Sin vergüenzas.
Pero
Siria no tenía ritmo en la voz, ni en el camino, ni en la forma de aplaudir, ni
siquiera en la manera de masticarse la vida. Iba desentonando siempre con todo
y con todos. Incluso su corazón la traicionaba y a veces hasta se olvidaba de
repartir la sangre por su cuerpo y otras veces se le derramaba en cascadas de
brutal rubor y se ponía colorada como un jocote jugoso.
Siria
sentía que desentonaba en desenfrenos. Siempre estaba fuera de lugar. Pero aún
así, a contracorriente, suspiraba y se inventaba un ritmo propio. Aprendió a
cantar sin cantar y cosa sorprendente, se las agenció para ser parte del Coro
de la Iglesia y engañó a todos, hasta al mismito Dios. Movía la boca con una
precisión envidiable y acallaba los sonidos sin piedad. Nunca desentonó. Nunca
fue motivo de un llamado de atención y a decir del director, Siria cantaba como
los propios ángeles. Y superó el desarrollo como la mejor, sin desentonos, sin
gallos, sin sonidos.
Y en
las fiestas, Siria era en sí misma una fiesta. Siempre estaba en el clímax de
la alegría. En la cúspide de la felicidad.
Cuando
Siria murió llegaron mundos de gente a su entierro y el silencio les dolía en
los oídos y su ausencia se hacía dolorosamente presente. Parecía que la fiesta
y la alegría habían muerto con ella y nunca nadie se entero que a la tumba
también se había llevado su secreto mejor guardado.
Siria
era muda.
Marzo
2013.
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