Lira está desnuda y es
vulnerable a las miradas que, como parvadas de cuervos, aterrizan en su ombligo
untándola de escarnio y vergüenza.
Siente sus nalgas heridas
por el sondeo lujurioso de esos ojos que la hurgan a distancia todavía.
Sus pechos, casi púberes,
están alzados en franca protesta ante la insistente y acuciosa búsqueda
de asquerosa autosatisfacción.
Su pubis palpita indefenso
ante la amenaza de esos ojos sagaces y maldicientes que destilan
lujuria y deseo.
Siente la humedad de sus
lágrimas recorriéndole el cuello y escucha la ensordecedora crepitación
de sus gritos salvajes y desesperados, enmudecidos por el terror.
Está a su merced y lo sabe,
y no encuentra un rasgo de humanidad donde anclarse.
¿Dónde
salvarse?
Su virginidad, guardada
celosamente, es ahora el motivo que la cotiza alto y es la única razón que por
el momento evita que esas hienas humanas se le echen encima para saciar su
gula.
Se siente un objeto pero se
resiste a aceptarlo.
Apela a sus principios y a
esa moral enseñada por su padre, tan guardada en su corazón y
se esfuerza para volar y evadir esa sensación de sentirse observada y
ultrajada, como si fuera un trozo de carne colgando en una carnicería, o
una piedra preciosa expuesta en un estante. Da igual.
La subasta está por
empezar.
Los hombres se acercan
amenazando con tocarla pero se contienen.
Sus manos (las de Lira) no
alcanzan para cubrir su desnudez.
Su rabia claudica ante el
miedo y la vergüenza.
Se resiste a vivir y
silenciosamente pide un milagro.
¡Que se abra la tierra y se
la trague allí mismo!
Pero los milagros no
siempre aparecen cuando se les necesita y hoy en su lugar, las exorbitantes
sumas se suceden una a una sin cesar.
Los postores pujan
El subastador levanta el
martillo que como un péndulo imperioso se detiene una fracción
de segundo en el aire antes de que el vendedor diga con tono de triunfo la
maldita palabra…
¡Vendida!...
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