Luego de leer cuanta bibliografía encontré acerca de los
perros y sus características y razas, y temperamentos y tendencias, estaba
lista para comprar mi primer perro. Desde siempre me recordaba cuidando las
macotas de mis hermanos por una tendencia casi natural de mi personalidad. Yo suplía sus irresponsabilidades y terminaba
siempre alimentándolos, llevándolos al veterinario y llorando su muerte o
sufrimiento.
Este era el momento largamente esperado. Había circulado mi
casa, lo que me garantizaba su seguridad. Tenía una situación económica cómoda,
lo que aseguraba su alimentación y
cuidado. Me había ido a vivir sola y necesitaba compañía. Definitivamente la
confabulación estaba marcada por los astros y yo estaba de fiesta porque al fin
tendría mi propio chucho.
Lo tenía decidido. Me compraría un cachorro Pastor Alemán,
macho. El primer anuncio en el periódico me llenó de ilusión y durante mi hora
de almuerzo me encaminé al criadero a conocerlo. Durante mi recorrido de unos
diez kilómetros, recapitulé toda la información obtenida. Debía elegir el más
alegre de la camada. El juguetón, el que tuviera ojos vivaces y sobre todo, no
debía olvidarlo, debíamos sentir empatía uno por el otro. Debíamos casi, enamorarnos.
La dueña del criadero antes de mostrarme los cachorros, me
habló de la nobleza de la raza y la historia de campeones de los padres. Yo
estaba obnubilada. Supongo que así debe sentirse una madre cuando espera que le
lleven su bebé de la incubadora. Sabía que era el perfecto, así que cuando vi
el perrito gris, en sentido figurado porque su color era canela, con la cola
entre las patas, las orejas caídas, el pelo opaco y su paso inseguro
persiguiendo a su hermanita, que sí era vivaz, que sí era hermosa y juguetona y
con una personalidad bien definida, me sentí defraudada.
Le dije a la señora que visitaría otros criaderos porque no era
lo que buscaba y me dirigí a mi carro.
Entonces algo sucedió.
Ese perrito gris, opaco y medio tonto, dejó de seguir a su
hermanita y dirigiéndose decididamente a mí, puso su cabeza sobre mis piernas y
mientras me miraba directamente me enamoró.
Ni siquiera lo pensé.
Extendí el dinero, recibí el certificado y sin medir las consecuencias,
pues no llevaba, correa, ni comida, ni tenía donde dejarlo en la oficina, me
encaminé con Abackus, hablándole de su nueva casa y de esa nueva vida que
compartiríamos.
La transformación fue espectacular y mi chucho de igual
forma que el patito feo del cuento, se convirtió en el perro más hermoso del
mundo. Me ha regalado diez años de su
vida. Ya pinta canas y cuando me mira, sus ojos se vuelven jóvenes otra vez y
no necesitamos hablar el mismo idioma, porque solo nos basta con mirarnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario