Esa noche las calles estaban
desiertas de silencio. El frío parecía un montoncito de alfileres transparentes atravesando la
piel. Las personas se aglomeraban enfrente de la taquilla para darse
calor. Los hombres fumaban y las mujeres sacaban de sus bolsos los lápices
labiales y se retocaban constantemente el color. Era mayo. La calle estaba más bulliciosa
que de costumbre. Los automóviles recorrían la velocidad como si fueran un
relámpago de luz. Las luces de neón hacían que todo pareciera una fiesta,
incluso el frío amainaba ante los ojos, pero la piel seguía sintiendo su filo.
Me detuve ante un afiche de
Marlon Brando. Sus ojos me vieron con intensidad. Su mirada tenía un aspecto
descarado, como si me retara a dejar de lado mis prejuicios para que le estampara
un beso en esa boca que siempre me había gustado.
Hubiera sido muy fácil
acercarme y posar mi boca en esa boca que me sonreía, pero no lo hice. En
el último momento me detuvo la certeza de que ese beso no sabría a beso, sino a
papel. Entonces me acerque a Simón y a Gonzalito y tomándolos del brazo los
llevé a comprarme unos churros y un chocolate caliente.
Los churros chirriaban al
caer sobre el aceite. El vendedor los embadurnaba con miel y con chocolate y mi
boca se relamía anticipándose a la sabrosura. Me negaba a pensar en los
gorditos que estaban a punto de hacerme saltar los botones de la blusa. Un
bocado a la vez, pensé y me consolé al creer que la dulzura del chocolate haría
que se me acabaran los cargos de conciencia.
Simón y Gonzalito, en cambio,
no tenían ningún reparo ante la glotonería. Estaban convencidos que la vida
podía terminarse mañana mismo y que si no se apañaban de cuanta comida fuera
posible, irremediablemente en el otro mundo pasarían hambre. Mis amigos eran
contradictorios y muy simples. Pero a mí me era difícil conciliar su creencia
de que con la muerte se acababa todo, con ese afán de proveerse de comida para
el más allá.
Sus cuerpos reaccionaban de
diferente manera ante la comida.
Gonzalito era flaco y
extremadamente alto. La comida no dejaba ni un solo rastro en su cuerpo. Era
como si le pasara de largo. Y como daba la impresión de que siempre estaba
muerto de hambre, inalterablemente despertaba la ternura en las mujeres y un
ansia de alimentarle el cuerpo y el estómago de paso. Era impensable que algún día amaneciera solo en su cama. Gonzalito parecía un gato que iba y venía de y
por las casas vecinas, sin compromiso alguno. Sin involucrar el corazón, solo
la creatividad de sus manos capaces de hacer sentir cualquier cosa. Eso era lo
que decían las malas lenguas. Yo nunca pude comprobarlo.
En cambio Simón, era como un
barrilito que siempre daba de sí y aunque parecía que en cualquier momento
estallaría, seguía comiendo con el mismo apetito con el que había empezado.
Verlo comer era un hermoso espectáculo. Su entusiasmo era tal, que solo con
verlo se me evaporaban las ganas de comer. Simón no tenía prejuicios para la
comida. Le daba lo mismo lo salado que lo dulce o lo amargo que lo ácido. Para él, todo en el mundo se comía y todo era
digno de su gusto y atención.
Pero como pasaba casi siempre,
esta noche, una buena parte de mi churro y de mi chocolate terminaron en su
boca, mientras yo sacaba mi labial y recuperaba alegremente la artificialidad
de mis labios. Me sentí bonita con mi nuevo flequillo que ocultaba ese despreciable
lunar estampado en el medio de la frente, con el que siempre me topaba de golpe
al mirarme en el espejo. Con el entusiasmo de una colegiala que había decidió tirar a la borda los estudios y dedicarme a la vagancia, seguí a mis amigos entrañables a comprar los
boletos de esa película con la que esperaba llorar a moco tendido. Sin disimular
la excitación por el dramón que estábamos a punto de ver, nos encaminamos
a las últimas butacas, donde podríamos llorar sin contemplación alguna.
Afuera el frío y el bullicio
se fundían como si fuera uno solo.