Mis
ojos no sabían hacia donde ver. Tenía los sentimientos descolocados. Una
extraña mezcla de pudor, curiosidad, sorpresa, incredulidad, interés y miedo,
mariposeaba en mi estómago.
Me aferré en cuerpo y alma a José Luis. Sabía que él
era mi salvación. La única persona que me protegería de esa homosexualidad
desbordante y desbordada en manoseos, asaltos de ojos y manos, exposiciones
abiertas, besos enlengüetados, miradas descaradas desvistiendo los cuerpos ya
de por si desnudos.
No había ninguna duda de que estaba en el lugar
equivocado.
Esta era mi primera vez y mi procedencia conservadora
y alineada inflexiblemente a la rectitud y a la moral, no me ayudaba gran cosa
en esta situación tan particular.
Era 1994 y como una novata con ínfulas de grandeza
viajé a Costa Rica.
Pude haberme rehusado, pero no quise correr el riesgo
de perder mi primer trabajo como periodista. Necesitaba hacer esta cobertura y
dejar los prejuicios a un lado. Hacer este reportaje sería como agarrar al toro
por los cuernos.
Según yo, en Guatemala se habían quedado mis
conservadurismos y miedos. Mi juventud explotaba de entusiasmo y curiosidad.
Estaba ávida por conocer acerca del VIH, una especie de enfermedad de la cual
en mi círculo se hablaba con un halo de secretismo pecaminoso y malsana
curiosidad. El interés y la morbosidad se exacerbaban amalgamándose con miedo,
vergüenza y prohibiciones.
El primer caso de Sida del cual tuve conocimiento fue
el de mi súper elegante maestro de Semiología. La inteligencia le brillaba en
el rostro. Tenía varias maestrías y doctorados por las mejores Universidades de
Europa. Era una lumbrera que nos apabullaba con su brío, con sus saberes y con
su encanto para transmitirnos los conocimientos.
Algunas veces cuando cierro los ojos puedo ver su
figura elegante y amaneradamente vestida siempre de negro. Las cuerinas, pieles
y gamuzas eran sus texturas favoritas. Un bastón con puntera dorada y una
estilizada serpiente enrollada en la empuñadura, sostenía su paso revistiéndolo
de una elegancia particular. Sus ojillos, los de la serpiente, eran dos rubís
menuditos y refulgentes.
Nunca me percaté del deterioro de su salud ni fui
capaz de ver su desmoronamiento. Estúpidamente creí que el exceso de maquillaje
y su extremo adelgazamiento obedecían a su coquetería habitual.
La última vez que lo vi con vida fue durante el examen
de cierre de curso.
De los sesenta estudiantes de la clase solo seis
logramos acumular suficiente zona para presentar el examen. Esa noche el doctor
Peña llegó impecable como siempre, invadiendo nuestras narices con sus perfumes
franceses. Nos recorrió con su mirada sagaz de un extremo a otro del amplio
salón. Dio algunos pasos desbordando elegancia y estilo de pasarela y con una
voz gruesa y varonil que exponía abiertamente una dicción perfecta, dijo con
satisfacción:
—Señores, aquí tenemos a la nata de la nata.
Sus palabras me acariciaron y aprisionaron por igual
el corazón. La prueba era definitiva. Si perdía este examen perdería también mi
beca. El nivel de exigencia de este ilustre e ilustrado profesor, no era
coherente con la deficiente formación pública que arrastrábamos durante más de
una década. No obstante, sacrificando fines de semana, horas de sueño y
repasando constantemente sus complejas teorías acerca de la semiología, yo
tenía una pequeña posibilidad de ganar. Mi esfuerzo de concentración durante
esas dos largas horas fue sobre humano logrando sacar la nota más alta de ese
curso, pero la más baja de toda mi historia profesional.
Pocos meses después me enteré de su muerte.
Sorprendida y dolida por la noticia y por los comentarios hirientes y
sarcásticos que se hacían acerca de su homosexualidad y del precio que “por
hueco pagó”, acudí a su sepelio. Durante el recorrido de la capilla al
cementerio los aromas franceses se escapaban discretamente por las rendijas del
ataúd.
Éste fue el primer caso de impacto en nuestro país y
como pólvora encendida, la aversión hacia la homosexualidad creció alimentada
por rumores y por comentarios maledicentes.
Cuando me ofrecieron la oportunidad de hacer un
reportaje sobre el VIH y la homosexualidad no lo pensé demasiado. Realicé
algunas entrevistas e investigué acuciosamente acerca del sida, llegando a la
conclusión que era un tema que había que dar a conocer para romper esa imagen
de inmoralidad, secretismo y descalificación con que se estaba tratando.
Y por eso estaba allí, en el club gay más
efervescente del país centroamericano. La música vibraba con estruendo
indescifrable. Parecía brotar de las paredes, del piso y del techo. Era
atronadora. Las voces no hablaban. Eran los cuerpos quienes exaltados lo decían
todo. Se hacían comprender con roces acariciadores y lujuriosos, caricias
inquisidoras desbordando una explosión de ojos, lenguas y vergas. Besos
conquistando posibles entregas. Avances incontenibles hacia el placer. Desborde
inminente de fluidos de todo tipo. Aromas y humores indescriptibles, viriles
hasta el paroxismo.
Yo seguía aferrada a José Luis en cuerpo y alma. Él
era mi ancla y mi salvación. El oasis heterosexual que resguardaba mi propia
heterosexualidad. No tuve prejuicios cuando mi brazo en su espalda despertó en
él necesidades urgentes propiciadas tal vez por mi cercanía y por ese ambiente
orgiástico desenfadado pringado con lengüetazos de pasión.
—Pellízcame y muerde mi cuello —me dijo al oído
seduciéndome con esa voz gruesa y acariciadora que me gustaba tanto.
No opuse ninguna resistencia y recorrí obedientemente
con mi lengua su cuello, mordisqueé su oreja y me detuve largamente en su
manzana de Adán, esa leve protuberancia que es irresistible a mis ojos y a mis
ganas de lamer y succionar. Me negué a su boca mientras sentía sus manos
agarrando mis pechos y su falo surgiendo poderoso y dominante, encaminándose
directo a mi entrepierna.
Su boca de nuevo me buscó. Su boca me exigió. Y su
boca debilitó mis fortalezas y se posesionó de mis sentidos. Sus manos
desplegaban creatividad, convicción y sabiduría para causarme placer. Pero mis
ojos no podían cerrarse ni desprenderse de ese escenario surrealista en donde
unos mil quinientos hombres hermosos se apeñuscaban y exponían sus músculos y
apéndices golosos, fálicos y abiertamente propositivos.
Mi lucha era demoledora.
Por un lado yo había perdido el pudor y quería
entregarme a esas sensaciones que me quemaban la piel y por el otro no podía
desprenderme del profesionalismo que me instaba a cumplir con mi papel de
reportera. Prevaleció el profesionalismo y pesarosa me desprendí de José Luis
deseando muy dentro de mí, que esta pasión no fuera producto de esta situación
particular y que al volver a nuestros roles de periodista y fotógrafo, la llama
encendida tomara más fuerza.
Mi reportaje fue un éxito total, recibí la
felicitación de mis jefes inmediatos y una extensión de mi contrato, también
una reprimenda de mi padre por estar visitando esos lugares, pero a pesar de
ello, puedo asegurar que la experiencia de esa noche no tiene comparación con
ninguna otra que haya vivido hasta ahora.
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