Calla el árbol su
sombra sobre la hojarasca invadida de humedades y vértigos de vida.
El sol me guiña con sus parpadeo de brillo y sutilezas derramadas en las ramas enraizadas en mis ojos.
El arco iris dispara sus flechas de colores, de montaña a montaña, con mi lápiz de colores.
Abstraída en un rincón, la maceta deja que las estaciones la
adornen con flores y olvido.
La fuente huele a musgo y a silencio fugado por los tragantes abiertos como bocas con hambre.
En un rincón de los ojos, la fotografía se harta de complacencia por haber encontrado el elixir de la eterna juventud.
El arco iris dispara sus flechas de colores, de montaña a montaña, con mi lápiz de colores.
La luna llena
no extraña su esbeltez preñada de suspiros, en las noches sumergida en su cuarto menguante.
El aguacero
y su tormenta se retiran
sin dar cuenta de la explosión de vida y tragedia
que se
fragua a sus espaldas.
La fuente huele a musgo y a silencio fugado por los tragantes abiertos como bocas con hambre.
En un rincón de los ojos, la fotografía se harta de complacencia por haber encontrado el elixir de la eterna juventud.
Huele a bruma la nostalgia y los recuerdos hacen cola
detrás de la puerta del silencio.
El café, maduro en sabores, despierta a la tarde de su aletargamiento
y la embriaga con sabrosuras.
Mi perro yace a mis pies y sus ronquidos alumbran el silencio con su fidelidad.
El olor a tierra mojada entra sin
permiso en el olfato de la vida
y abre una primavera de brotes y color.
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