Fotografía; Araminta Gálvez |
La risa, embriagada de
luz y sobresalto, sepulta la tristeza en el olvido.
Un puñado de pájaros desciende su aleteo sobre el charco amurallado con
orillas. La bruma corona los espejismos silentes de la cercanía que amenaza
devorarnos.
El mercado ofrece sus tentaciones a los ojos, al tacto y al olfato y las
remolachas parecen aves degolladas palpitando en rocío.
La lagartija guarda su equilibrio de escamas sobre la botella vertical
de reflejos. La canción se desgrana en sentimientos que arrullan el nido que se
esconde en algún lugar del corazón.
Asaltan las palomas los techos de los ojos y de las casas, con su
algarabía de alas y estupor. Los gorjeos anuncian el día somnoliento de
oscuridad y pesadumbre de horizonte gris.
Los hombros sostienen por igual la carga de los días y la cabeza del ser
amado y entonces la montaña llega inundada de verde y humedad. Observa el
horizonte, infla el pecho y yace mansamente cara al sol.
Afuera, el pino tiene una fiesta de pájaros y ruidos y ruidos. Sus hojas
lanzan destellos de verdor y sus ramas trampolín impulsan vuelos.
La sombrilla esconde la cara del
golpeteo de la lluvia y el ruido se sale sin permiso por la puerta doblegando
el silencio.
La pasión enciende el cuerpo con un fuego abrazador y la levadura
esconde misterios de grandeza solo develados en las interioridades del horno y
de la masa. La tinta dibuja palabras con su ingeniería de camino conocido y la
luna me sigue hasta la puerta de mi casa y me desnuda sin violencia de mis
miedos.
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