martes, 16 de julio de 2013

EL ALMACÉN DE LAS COSAS INEXISTENTES

Los cables del desplegado eléctrico, como una enorme telaraña, contaminaban mi vista de ese cielo gris,  

tendido a todo lo ancho, con una apatía desfigurada de celajes y nubes errantes.
Parecía que la tarde había llegado para quedarse. 

Estaba abrumada y pesarosa, con una especie de niebla achocolatada.
Los relojes, aletargados, consideraban cada segundo que pasaba como si se tratara de una eternidad. Sus 
agujas vacilaban ante el impulso de retraerse y descontar el tiempo, para no enfrentarse con las tragedias 
que se gestaban, que se avecinaban.
El almacén de las cosas inexistentes estaba abierto. La soledad abrumaba su espacio. Los estantes 

apabullaban de vacío. Sus innumerables estanterías carecían de tarros, botellas, cajas y presentaciones de
 ningún tipo.
La dependienta, una mujer común y corriente, con sus ojillos de salta monte y un flequillo pertinaz de 

puercoespín arrepentido, sonreía incansable al vacío. Su sonrisa parecía una mueca de la felicidad. Un 
monumento al hastío.
La soledad inquietaba al silencio que se había instalado en todos los rincones. El  atosigante ruido de esa 

calle comercial no combinaba con este local apretujado entre dos edificios gigantescos que amenazaban con 
sacarlo de circulación.
El almacén de las cosas inexistentes resistía.
Resistía...
y esperaba.
La penumbra violentó abundantemente mis ojos cuando entré. Me detuve casi un siglo en el dintel de la 
puerta.
La dependienta sonreía. Yo esperaba indecisa. Ella sonreía… Nos miramos… Yo con mis miedos. Ella con
su risa.
Entonces me decidí. Saqué una moneda y la puse sobre el mostrador.
—¿Qué busca? —me dijo sin dejar de sonreír.
—Amor —le contesté.

Diciembre  24 2012

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