Su nariz es sabia.
A fuerza del hambre que siempre le acompaña, identifica los olores a una
considerable distancia. Desintegra amorosamente, como se deshoja una flor, cada
uno de los condimentos, especies y productos que forman cada plato.
Los estofados, los caldos olorosos, las pastas, los adobos y las salsas,
son saboreados por todos sus sentidos mientras todavía borbollan en la olla. ¿Y
qué decir de los postres y de las cremas? El betún de chocolate inundado de
almendras y guindas exuberantes de color lo llevan irremediablemente a pasarse
la lengua alrededor de su boca.
Se regodea con cada uno de los sabores. Con las dulzuras, los salados,
los agrios, las amarguras, los picantes. Y con las masas de texturas dulces y
abrasadoras, casi celestiales, previo a alcanzar la cocción perfecta.
De todas las esquinas de la ciudad, ésta es su favorita.
No importa que el sol sea implacable al medio día. Ni que esté expuesto
al desamparo de la lluvia y del viento. Tampoco que los comensales lo vean con
desagrado al pasar. O peor aún, que aparenten no verlo. Ni que los buenos
hombres a cargo del ornato lo quieran sacar a escobazos y a fuerza de agua
fría.
Esta es su esquina. Es el lugar donde los mejores restaurantes hacen
gala de sus especialidades.
La abundancia de frutos del mar, langostas, meros, salmón, pulpos… se
foguean con perdices, faisanes, codornices y avestruces.
La explosión de color de las berenjenas, los chícharos, las cebollas
recién liberadas de la tierra, los dátiles, las mandarinas, las piñas, los
hongos olorosos a nostalgia, a campo abierto, a ganas de cualquier cosa, lo
hacen desfallecer.
El hambre es secundaria.
En su esquina él se sienta en primera clase y se desentiende del mundo
que no deja de pasar enfrente. Sus ojos casi cerrados, concentrado en el
universo que el viento le trae de las mesas y de las cocinas. Alerta.
Expectante. Comulgando religiosamente con sus sentidos. Identificando cada
sabor, cada sensación, cada textura, cada color. Jugando con las combinaciones.
Explayándose en esa orgía de sabor. Saboreando cada posibilidad. Conjugando y
armonizando los vinos con los quesos y las crepas con las frutas. Catando sus
aromas. Degustando.
Anticipándose al festín.
Acumular monedas en el sombrero que tiene a sus pies es secundario. De
las diez de la mañana a la una de la tarde los aromas son su devoción. Necesita
tiempo y concentración para organizar su menú y el viento es un buen consejero.
Después de pensarlo concienzudamente toma la decisión.
Faisán con crema de arándanos y cerezas, canapés de huevos de codorniz,
endivias con queso azul, tarta de higos con helado de pistacho y un Chateauneuf
du Pape Cuvée.
Convencido de haber tomado la decisión correcta se dispone a comer.
Extiende su pañuelo sobre la banqueta y saca de la bolsa de papel un cuchillo,
un tenedor y una copa de cristal empañado. Deposita amorosamente un pan sobre
el pañuelo y con los ojos cerrados y la sonrisa dibujada entre sus arrugas,
corta un buen trozo de faisán y lo mastica muy despacio, saboreándolo,
degustando su textura y teniendo sumo cuidado para que los jugos no se escapen
por sus comisuras.
julio 2012
Así es la vida, Araminta, unos tantos y otros tan poco.- Excelente relato con esa mágia que sabes darle a lo que escribes.
ResponderEliminarUn abrazo
Cierto José, las diferencias son muchas y dolorosas también. Abrazo y gracias.
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