lunes, 28 de marzo de 2016

CALLES DESIERTAS DE SILENCIO (entrega 2)

El frío no hacía acto de presencia en el cine. La oscuridad no era total. Algunos espejismos de luz se filtraban bajo la cortina de pana verde que cubría la entrada. El verde de la cortina me hacía pensar en un guacamol cuyo aguacate ya empezaba a ponerse de un color desagradable.

Al atravesar la cortina tenía la impresión de que la verdad estaba por aparecer ante mis ojos. Una verdad obtusa, pero definitiva. 

En la enorme sala rectangular, un olor agrio se apoderaba de la nariz y no salía de allí durante varias horas. La debacle asaltaba todos los rincones. Las butacas ya no tenían los cojines acolchados, ni los resortes aceitados de los buenos tiempos. Ahora crujían y había que acomodarse constantemente para no dejar una nalga mal enganchada entre los resortes. Las lámparas de los acomodadores titilaban una desconsolada y amarillenta luz. La señalización de los pasillos había desaparecido debajo de los grafiti y de las mentadas de madre escritas con la letra primorosa de  artistas callejeros. La alfombra parecía una imagen del descalabro. Raída. Descolorida. Abandonada a su suerte.

La pantalla, sin embargo, mantenía su dignidad.

Si la peli era buena, la incomodidad de los resortes no importaba, pero si por mala pata la historia era un fiasco, entonces la pantalla no se salvaba de la guerra de poporopos,  latas con restos de bebida y madreadas de la audiencia. Pero si la peli era buena, no se escatimaba en aplausos y silbidos.
Esta noche todo parecía marchar bien. 

Contrario a lo que sucedía siempre, Gonzalito se sentó en la última silla de la fila y con un gesto le indicó a Simón que lo siguiera. Quise resistirme pero opté por sentarme en la orilla. Pensé que tal vez querían tener a mano el combo de poporopos y cocacolas que recién habíamos comprado. Pero a medida que pasaban los minutos empecé a sentirme huérfana. Me hacía falta la grasa de la pancita de Gonzalito para acomodar mi brazo derecho y el huesudo hombro de Simón para apoyar la cabeza.
Ellos parecían cómodos y satisfechos.

Nos quedamos en silencio. Mirando encantados la pantalla blanca que dentro de poco nos llevaría a conocer otros mundos, otras vidas, otras historias.

Simón llevó un puñado de poporopos a su boca y mientras masticaba metódicamente, metió su mano dentro de mi blusa y agarró uno de mis pechos.


La sala estaba desierta de bullicio. Yo me estremecí, como si un montoncito de alfileres transparentes  me abrasaran la piel.

viernes, 18 de marzo de 2016

CALLES DESIERTAS DE SILENCIO

Esa noche las calles estaban desiertas de silencio. El frío parecía un montoncito de alfileres transparentes atravesando la piel. Las personas se aglomeraban enfrente de la taquilla para darse calor. Los hombres fumaban y las mujeres sacaban de sus bolsos los lápices labiales y se retocaban constantemente el color. Era mayo. La calle estaba más bulliciosa que de costumbre. Los automóviles recorrían la velocidad como si fueran un relámpago de luz. Las luces de neón hacían que todo pareciera una fiesta, incluso el frío amainaba ante los ojos, pero la piel seguía sintiendo su filo.

Me detuve ante un afiche de Marlon Brando. Sus ojos me vieron con intensidad. Su mirada tenía un aspecto descarado, como si me retara a dejar de lado mis prejuicios para que le estampara un beso en esa boca que siempre me había gustado.

Hubiera sido muy fácil acercarme y posar mi boca en esa boca que me sonreía, pero no lo hice.  En el último momento me detuvo la certeza de que ese beso no sabría a beso, sino a papel. Entonces me acerque a Simón y a Gonzalito y tomándolos del brazo los llevé a comprarme unos churros y un chocolate caliente.

Los churros chirriaban al caer sobre el aceite. El vendedor los embadurnaba con miel y con chocolate y mi boca se relamía anticipándose a la sabrosura. Me negaba a pensar en los gorditos que estaban a punto de hacerme saltar los botones de la blusa. Un bocado a la vez, pensé y me consolé al creer que la dulzura del chocolate haría que se me acabaran los cargos de conciencia.

Simón y Gonzalito, en cambio, no tenían ningún reparo ante la glotonería. Estaban convencidos que la vida podía terminarse mañana mismo y que si no se apañaban de cuanta comida fuera posible, irremediablemente en el otro mundo pasarían hambre. Mis amigos eran contradictorios y muy simples. Pero a mí me era difícil conciliar su creencia de que con la muerte se acababa todo, con ese afán de proveerse de comida para el más allá.

Sus cuerpos reaccionaban de diferente manera ante la comida.

Gonzalito era flaco y extremadamente alto. La comida no dejaba ni un solo rastro en su cuerpo. Era como si le pasara de largo. Y como daba la impresión de que siempre estaba muerto de hambre, inalterablemente despertaba la ternura en las mujeres y un ansia de alimentarle el cuerpo y el estómago de paso. Era impensable que algún día amaneciera solo en su cama. Gonzalito parecía un gato que iba y venía de y por las casas vecinas, sin compromiso alguno. Sin involucrar el corazón, solo la creatividad de sus manos capaces de hacer sentir cualquier cosa. Eso era lo que decían las malas lenguas. Yo nunca pude comprobarlo.

En cambio Simón, era como un barrilito que siempre daba de sí y aunque parecía que en cualquier momento estallaría, seguía comiendo con el mismo apetito con el que había empezado. Verlo comer era un hermoso espectáculo. Su entusiasmo era tal, que solo con verlo se me evaporaban las ganas de comer. Simón no tenía prejuicios para la comida. Le daba lo mismo lo salado que lo dulce o lo amargo que lo ácido.  Para él, todo en el mundo se comía y todo era digno de su gusto y atención.

Pero como pasaba casi siempre, esta noche, una buena parte de mi churro y de mi chocolate terminaron en su boca, mientras yo sacaba mi labial y recuperaba alegremente la artificialidad de mis labios. Me sentí bonita con mi nuevo flequillo que ocultaba ese despreciable lunar estampado en el medio de la frente, con el que siempre me topaba de golpe al mirarme en el espejo. Con el entusiasmo de una colegiala que había decidió tirar a la borda los estudios y dedicarme a la vagancia,  seguí a mis amigos entrañables a comprar los boletos de esa película con la que esperaba llorar a moco tendido. Sin disimular la excitación por el dramón que estábamos a  punto de ver, nos encaminamos a las últimas butacas, donde podríamos llorar sin contemplación alguna.

Afuera el frío y el bullicio se fundían como si fuera uno solo.