Parecía que en lugar de caer un aguacero, lo que caía del cielo era un
miedo oscuro que se engarrotaba en el medio del estómago. Creíamos que había
llegado el fin del mundo con esa agua que se hacía río y golpeteaba amenazante
las estructuras frágiles del pueblo y del ánimo. Las calles se volvieron
desierto y adentro de las casas las gentes se aferraban a las oraciones para no
sumergirse en la locura. Los padres nuestros y Dios te salves eran los remos
desesperados en las bocas de las gentes. Era como si el cielo se hubiera
resquebrajado en un montoncito de pedazos que se astillaban por el retumbo de
los truenos. El eco de esa cueva oscura e infinita que nos rodeaba por todas
partes como si se tratara de malos pensamientos, multiplicaba al ciento por
ciento los truenos sometiéndonos a su poder. Los rayos disparaban su luz por la
panza del cielo pero instantes después desfallecían derrumbados por la
oscuridad. Las tejas se empanzaron con el aguacero y lloraban a mares de
intensidad. Primero formaron una hermosa gota de agüita que brillaba alumbrada
por el candil que la Sofi puso sobre la mesa. La gota era nuestra esperanza
pero también nuestro desasosiego. Ahora era mi turno. Me tumbé boca arriba
sobre el piso helado y calculé muy bien antes de abrir mi boca. Y la abrí como si fuera un cuenco a cargo de recibir una gotera. La abrí así de
grandota. Parecía el cráter de un volcán y por el tremendo esfuerzo me dolieron las comisuras y sentí que se me habían desgajado en sangre. Mi
lengua, como un radar, se movía de un lado a otro esperando el
resquebrajamiento de la gota en sus papilas. Los ojos del Tules, del Cosme y del
Serafín parecían palomas picoteando alpiste del techo a mi boca y midiendo las posibilidades de
cálculo y error. Yo estaba en ascuas. Ni siquiera respiré ni moví los párpados.
Solo mi lengua seguía inquieta, expectante y ansiosa por sentir esa frescura
olorosa a tierra vieja y mojada. Yo veía una gota perfecta en transparencias reflejando las sombras y las luces inquietantes, estirándose, encogiéndose,
retrayéndose. Sentía la dureza del suelo marcando mis
nalgas y mi espalda. Escuchaba las risas ahogadas del Tules y los tosidos
desencajados del Serafín a quien el catarro se le había aquerenciado. Sentía
también que dentro del otro cuarto, (casi que lo imaginaba) papá y mamá se
estaban queriendo y revolcando desnudos sobre la cama, como la vez aquella en
que me escondí en el tapanco y desde allí vi cómo papá le ensartaba su pajarito
a mamá en el medio de su piernas y me asusté tanto y quise gritar pero no pude
hacerlo. ¡Si tan solo Diosito me hubiera dado la voz un ratito así, yo hubiera
gritado tan fuerte que hubiera espantado hasta a las ratas que pululaban con
sus ojos en el tapanco! De seguro que con ese grito me hubiera vaciado del
susto y seguramente también me hubiera ganado una tunda por andar espiando las
cosas de mayores.
La gota tiembla como una predestinación a su suerte de salto inminente. La
respiración se me esconde entre el silencio y la quietud de mi mudez. Mis ojos se aferran a
sus redondeces transparentes y la saliva surge como un río de lava hirviendo. La
gota se adelgaza y se desprende sin remedio del asidero de mis ojos y cae justo
en medio de mi lengua desorbitada de frescura.