martes, 25 de junio de 2013

MI CASA


La casa, MI CASA, me desnuda del miedo 
y de los asaltos traicioneros de la intemperie. 



Ladrillo a ladrillo es un muro que soporta el roce cabizbajo de la luna 
               con el mismo temple y carácter 
con que embiste las tormentas de estrellas.

          Es cálida y abrigadora, 
como un corazón latiendo en sabrosuras sobre la estufa alegre en llamas, olores, sabores, añoranzas y fiestas. 

Algunas veces queda aletargada por los regalos de luz que el sol le avienta por las ventanas siempre abiertas
al aire, 
a los pájaros invasores de vuelos que se confunden de cielo, 
a mi familia que le desparrama bendiciones y  abundantes momentos de felicidad , 
a los amigos que riegan de palabras y risas los momentos y la sobremesa, 
a las botellas de vino celebradas con carcajadas y expectativas, 
a las oraciones desplegadas por los corredores del espíritu,
y a la alegría y la tristeza sazonando siempre la vida. 

Mi casa guarda mis secretos y los pasos que no doy, 
los despertares sorprendentes de colores y posibilidades, 
la música acariciando los sentidos, 
el jardín renovándose con vida a cada instante, 
la creatividad huyendo hacia mi lápiz y el papel, 
y de repente la imaginación atolondrándome de creación imposible de parar.

Mi casa me arrulla con olores imprescindibles a café, pepián, cocido y chocolate. Es un proyecto que me dio alas, abrigo y cobijo para mi soledad. La  niebla la arrebuja entre sus vapores grises y la desvanece como un sueño tenue. 

Pero la nostalgia anticipada me doblega los ojos y sin poderlo evitar, caen diamantes transparentes  desgarrados de añoranza.


25 de junio de 2013


viernes, 21 de junio de 2013

EL TRONO

El amago de ver oro donde otros solo ven excremento, impulsó a Rotundo Panteón allá, a finales de 1800 más o menos, a buscarle una salida al nauseabundo abandono de las calles que apestaban y mostraban un paisaje desolador, invadido de plastas humanas y estiércol de animales y por consecuencia, propenso al hedor constante, a las enfermedades, la inmundicia y las excrecencias.
Rotundo, dueño y señor de la cantina, "Aquí me quedo", reconocida y apreciada por los bebedores empedernidos, gracias al elixir propiciador de bienestar y olvido, a la oferta de total desenfreno favorecido por el puñado de “exóticas señoritas traídas de lejos de estas tierras” y a la ubicación exclusiva del lugar, que garantizaba total discreción de lo allí acontecido, por el tapial de adobe cocido que circulaba el patio impidiendo las miradas indiscretas.
La brillantez de su cráneo, carente de cabellera por causas genéticas no descubiertas todavía, no era en balde. Cuando Rotundo lograba pensar, gracias a los breves y escasos momentos de sobriedad, tenía ideas tan brillantes como su pulido cráneo.
Una tarde en que las moscas estaban de fiesta por la hedentina insoportable, aumentada por el embate del calor inmisericorde, la iridiscente luz de una idea refulgió en su cerebro. 
Aletargado y taciturno por la goma mal atendida, clavó sus ojos en las cagadas esparcidas a diestra y siniestra y sorprendentemente asqueado, sin pensarlo dos veces, agarró pala y azadón y comenzó a escarbar un agujero de profundas dimensiones.
Los primeros días no despertó curiosidad, ni provocó comentario alguno. La posibilidad de que el hoyo sirviera para echar las inmundicias, era la más probable, porque cuando ya era imposible pasar esquivando la caca, se amontonaba en un rincón y se le echaba tierra encima para amainar la hedentina.
Pero como todavía quedaban algunos espacios  por donde se podía pasar sin riesgo de embarrarse, el afán de Rotundo, inmerso de cabeza en la tarea, terminó por despertar la curiosidad y el desconcierto de los clientes más avispados.
La boca oscura del agujero no revelaba sus intenciones, así que entre escupitajos y tragos para amainar la goma, los hombres abatidos por el inclemente efecto del licor, iniciaron largas deliberaciones y apuestas acerca de los motivos de tal excavación. Las apuestas iban y venían de igual forma que las suposiciones y las deposiciones incontenibles de borrachos, semi borrachos y potenciales miembros del gremio.
Rotundo se mantuvo callado, cabizbajo y sobrio durante varios días en los cuales diseñó, trazó, elaboró, corrigió, reconstruyó, evaluó y concluyó un mamotreto de dimensiones, uso y formas inexplicables y desconocidas hasta entonces.
El desconcierto y la sorpresa se instalaron en los ojos legañosos y desbordados de cataratas de los trasnochadores que sin previo aviso, se encontraron una mañana de golpe con un armatoste desconocido, del cual no tenían ningún conocimiento acerca de su nombre, uso y razón de ser.
Era un artefacto medio espectral que se imponía airoso y plácido en el centro del patio, como si ése fuera su reino y siempre hubiera estado instalado allí, desdeñando las miradas y provocando el desahogo por extrañas y misteriosas razones.
La incertidumbre se derramaba envolviéndolos de estupor y preguntas que se estrellaban ante la impasibilidad y el silencio absoluto de Rotundo. El aire evolucionaba en putrefacción. Se hacía espeso, inmisericorde, agrio. Se estancaba en el hastío y evidenciaba la decadencia y putrefacción del siglo que se avecinaba temeroso de despuntar.
 Pero como lo desconocido es el campo de todas las posibilidades, ésta parecía ser la máxima de ese trasto inusual pero latente, que se imponía como un altar ante las adoraciones suspendidas y cuestionables del público, que constantemente lo observaba con la morbosidad pegada a la piel y la curiosidad tatuada en los ojos.
Rotundo, inviolable como una tumba permanecía callado, magnificando con su silencio la importancia de esa mezcla de adefesio y monumento sagrado, que desafiaba de igual forma la imaginación y la belleza.
Se usaron todas las tretas posibles para extraerle algún indicio que develara su razón de ser, su uso, o tan siquiera su nombre. Pero este parecía ser el secreto mejor guardado de todos los tiempos, tan solo superado por el misterio oculto del Santo Grial y el Dorado, ambos tan codiciados e inútilmente buscados a través de los tiempos.
De tal envergadura fue la fama que se gestó con la insólita construcción, que de un día para otro, Aquí me quedo dejó de ser una cantina exclusiva de los hombres. Las mujeres, respetables amas de casa, honestas señoritas casaderas, viudas nobles, ejemplo de recato y rectitud y hasta niñas púberes se acercaron con timidez primero, y desenfado después, atraídas por la curiosidad y el misterio de ese artefacto de poder, que tenía la capacidad indiscutible de terminar con el pudor femenino y la exclusividad masculina de este antro de borrachera y perdición.
Como un acto inusual y preocupante también, Rotundo contrató varias mulas que junto a sus dueños acarrearon decenas de carretas rebalsadas de caca y y las llevaron fuera del tapial, a un lugar desconocido.
De tanto en tanto las reglas cambiaban en algunos lugares del mundo y mientras en estas tierras las normas sociales y eso que se llama desarrollo tardaba mucho en llegar, en Europa ya se había superado la tan famosa frase de “Agua va”, salvando de un baño de orines a los caminantes distraídos. 
En Francia y en Inglaterra se conducían las aguas privadas y el dos también, hacia los ríos y fuentes que gracias a sus turbulencias y a su gravedad, escoltaban los desechos dispersando la hedentina con mayor discreción y amplitud.
Allá, del otro lado del mar el progreso era notable.  Se legislaban leyes de harta importancia como la que exigía, como norma de educación, sustituir los pedos por toses y prohibir terminantemente  defecar en las calles. Los estudiosos y hombres de bien ocupaban su masa gris en profundos debates, análisis y deliberaciones para guiar, con buen tino, a las sociedades europeas al progreso. 
Un caso de alta representatividad fue el de Erasmo Rotterdam, noble inglés que en un desborde de lucidez escribió sus normas de conducta proclamando que era descortés saludar a alguien mientras se orinaba o defecaba.
Por lo dicho con anterioridad, la conducción de la humanidad era guiada con buen tino y dirección. Pero aquí, de este lado del mar, los avances, las buenas costumbres y las modas, tardaban mucho tiempo en llegar, así que la disposición emitida por Rotundo, que prohibía orinar y cagar dentro del área circulada, so pena de ser expulsados definitivamente del lugar, despertó la inquietud y la preocupación de los asiduos y curiosos del lugar, no sabiendo cómo hacer para dejar de responder a las urgencias del cuerpo.
Las carreritas apresuradas y continuas hacia el exterior de la propiedad se intensificaron mientras crecía también la incertidumbre y la curiosidad por el armatoste que pese a las disputas y acuciosas investigaciones sobre su razón de ser, continuaba sin develar sus verdaderas intenciones.
 Rotundo, discreto y sabiondo iba y venía ultimando los detalles.
El aire empezó a aligerarse de la pestilencia y del revoloteo constante de las moscas. La pulcritud del lugar lastimaba los ojos disipados ya de la borrachera.  Las deliberaciones se intensificaban sobre la razón y motivo de ese mamotreto que parecía no servir para nada y al mismo tiempo se insinuaba como la razón de todo lo inventado hasta ahora.
Alejados por varios días del vicio consuetudinario del alcohol, la claridad asomó con timidez en los cerebros y la deliberación inteligente afloró. El análisis de esa cosa y su funcionamiento y razón de ser, era el centro de las conversaciones.
En un principio se pensó que podría ser un aparato de tortura por el agujero donde muy bien cabía la cabeza de una persona. La posibilidad de intimidar y hacer pagar o desertar del delito a los presuntos culpables, era tentadora. Luego dilucidaron acerca de la posibilidad de que fuera un altar para adorar a algún santo en particular o un observatorio para controlar las entradas y salidas de los clientes regulares.
Se analizó con seriedad y convicción, acerca de la posibilidad de que se tratara de un oráculo o un santuario a la bebida, pero de la misma forma que las posibilidades se gestaban, se derrumbaban ante cualquier otra idea por desatinada que fuera.
Una tarde de octubre, con el sol despuntando en lo alto, el revoloteo de Rotundo que iba y venía con mayor intensidad ultimando los detalles, les confirmó, a todos los presentes, que el gran día por fin había llegado. 
Una limpieza inaudita regenteaba el lugar. El viento se mecía transparente y oloroso a pino fresco. 
Con la certeza de que las palabras de Rotundo saciarían su curiosidad,  los hombres y mujeres se aglomeraron alrededor del patio y soportaron pacientemente los olores a pulcritud, de igual forma que las ganas de salir a vaciar el cuerpo, con tal de no perder sus puestos de observación.
Inusualmente bañado y con la ropa limpia, sonriendo de oreja a oreja, Rotundo se dispuso a revelar con su discurso inaugural, la información ansiada y largamente esperada.
Amigos, amigas y conciudadanos que nos honran con su presencia, dijo con su voz sonora  impregnada de ínfulas de grandeza—. ¡El gran día por el que todos han esperado ha llegado!. Hoy su curiosidad será saciada. El elixir de la verdad inundará sus inquietudes. La certeza inamovible de que el desarrollo y la pulcritud han venido a quedarse para siempre en "Aquí me quedo", es indiscutible. Hoy se escribe un nuevo e imprescindible capítulo de la historia y me congratulo humildemente en aceptar que soy y seré uno de esos grandes hombres que recordarán las generaciones futuras por sus ideas geniales y precursoras. Sé muy bien que este invento que hoy develaré ha sido causa de muchas deliberaciones y que los argumentos han estado a la orden del día, pero les aseguro —agregó alzando la voz y puntualizando con un gesto de su dedo índice—, sin lugar a equivocarme, que a mis oídos no ha llegado todavía la verdad de lo que mi invento representa y significa.
Ante el asombro y la curiosidad desbordada en las caras de los espectadores, Rotundo, llevando y trayendo de un lado a otro su vientre pronunciado y sus bigotes engominados para la ocasión, alzó nuevamente la voz para hacerse escuchar por sobre los murmullos de admiración.
—¡¡Hoy me congratulo en presentarles el Trono de la Civilización, el ícono que representará de aquí en adelante el invento más sobresaliente del que pueda tenerse conocimiento!! ¡¡Les garantizo que será el lugar en el que reyes, reinas y plebeyos, de aquí en adelante y hasta el fin de los tiempos, depositarán con enorme satisfacción y alivio sus posaderas para desahogarse de las peticiones del cuerpo!!
Ante las bocas abiertas por el estupor y la incomprensión, Rotundo continuó diciendo.
—Las noticias de mi invento atravesarán mares y fronteras y la fama les alcanzará a ustedes por ser quienes primero lo han conocido. Ahora bien, el cagadero, como temporalmente le llamaremos hasta encontrar un nombre más digno de él, requiere ser probado para garantizar su efectividad, por lo tanto, —agregó alzando más la voz — requiero de un voluntario que quiera pasar a la historia y demostrarnos ahora mismo su funcionalidad.
Las manos se alzaron a diestra y siniestra, los voluntarios que llegaban casi a cincuenta buscaban ser elegidos para estrenar el cagadero no solo por el honor que eso significaba y la posibilidad de pasar a la historia, sino también apurados por la urgencia de vaciar sus riñones e intestinos largamente contenidos por la espera.
De inmediato eligió a Ramón Pardiez quien se sintió favorecido por la suerte. Su cuerpo descomunal avanzó hacia el centro del patio y estremecido todavía por la emoción, se colocó frente a Rotundo quien ceremoniosamente, como si fuera una corona de laureles, le colocó una máscara que ocultaba sus rasgos y protegía su identidad, no así las vergüenzas que dentro de poco quedarían expuestas al público.
En silencio y con gran atención, Ramón recibió las indicaciones necesarias y con gestos de lo más corrientes y comunes se desabrochó el pantalón y lo bajó hasta sus pantorrillas procediendo a sentarse cómodamente en el agujero que por varias semanas había despertado su inquietud y su atención y la de todos los allí presentes.
El silencio era sepulcral. Las pulsaciones se espaciaron por el asombro y por el interés de no perderse ni uno solo de los movimientos y esfuerzos que ejecutaba diestramente Ramón Pardiez, sabedor de antemano de lo que su proeza representaba. Por momentos las venas de su cuello robusto y corto como un trozo de salchichón, se tensaban adquiriendo una  coloración azulada y sanguinolenta. Luego el alivio las suavizaba, logrando con ello transferir a los espectadores y a las espectadoras, la certeza de la complacencia que estaba experimentando con el vaciado de sus intestinos.
Sentado cómodamente, sin tener que guardar el equilibrio en cuclillas, sin exponerse a las picaduras de animales rastreros, sin el riesgo de embarrarse con residuos indeseados, Ramón cruzó una pierna sobre la otra, en un derroche demostrativo de satisfacción y comodidad. El público aplaudió, envidiando su suerte y deseando ocupar prontamente su lugar.
Rotundo no cabía en sí del orgullo que se le derramaba por el rostro. Veía el asombro y la admiración desbordados mientras Ramón era incitado por los presentes a finalizar su demostración y dar lugar al desfogue de los demás.
Rotundo Panteón cerró un momento sus ojos mientras imaginaba, complacido, que gracias a su invención, la especie humana, EN SU TOTALIDAD, reinaría en el trono por siempre. —De ahora en adelante —dijo convencido—, todos los hombres, mujeres, reyes y reinas excretarán sus miserias en este trono apostado con serenidad de esfinge y sabiduría de desfogue.
Mientras tanto, Ramón se subía los pantalones y entregaba la máscara a Chupita Celedón que encabezaba la larga fila que esperaba turno con urgencia y ansiedad.

febrero 2013

viernes, 7 de junio de 2013

EL COLIBRÍ

La oración de la mañana reflejaba su desesperación y hastío
                                                                         por una vida sin motivos aparentes para seguir. 
Las puertas estaban cerradas y las ventanas solo mostraban a sus ojos desolación. 
Tragó con dificultad los alimentos y deseó morir 
                                                 y terminar de una vez y para siempre con sus miserias.

Entonces un vuelo desconcertó sus pensamientos...

Creyó ver con el rabillo del ojo un ave pequeña que atravesaba vertiginosa la sala y el comedor 
y se encaminaba rauda por el pasillo a una de las habitaciones. 
Era un colibrí, 
parecido a un suspiro suspendido en vuelos alocados 
                                                                      que buscaba una salida chocando contra las ventanas.
La desesperación del ave estaba encerrada en muros de ladrillo y cuadros desposeídos de bosques. 
Se alzaba agitando desesperado sus temores y se estrellaba irremisible en las paredes y en el estante inundado de Borges, Cortázar y Jorge Amados. 
Luego de un receso para recuperar su corazón, emprendió con el espíritu renovado una y otra vez el intento de buscar una salida.


Un aire leve entró en la habitación y como si le estuvieran tendiendo un puente invisible hacia la salvación, el colibrí salió volando hacia el jardín llevándose consigo los ojos de Luna, que gracias al colibrí, había encontrado su salida.
Junio 2013