Eran
las cinco de la tarde, no tenía ninguna duda. El aire olía a noche. Ese olor inconfundible
a pesadillas. Los pájaros veloces atravesaban
los espejismos del cielo, escapando seguramente de su propia sombra. Buscaban cobijo
en los árboles y se zambullían en sus ramas como un suspiro. Su gorjeo se
resistía a dejar ir los últimos destellos del día. El alboroto en las alturas
de las ramas parecían estertores de vida. El miedo privaba, estremecía,
calcinaba. Abrí los ojos y dejé que la música del saxofón que tocaba el hombre
de saco a rayas y barba prominente, cinco pisos arriba del mío, y tres ventanas
hacia la derecha, atravesara como una espada afilada mis sentidos. Mi esqueleto
vibró como una pandereta y el corazón me aplacó los miedos. La calle se llevó
la música por los recovecos del tiempo y la luna, como un regalo de luz, se
posó en mis ojos atrapando la noche.
Con el infinito mundo de palabras dispersas y disponibles para ser usadas al antojo de cualquiera, construyo cuento, relato, poesía, novela, canciones, historias y todo aquello que ellas, con su maravillosa versatilidad y seducción, me permitan.
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