El frío no hacía acto de
presencia en el cine. La oscuridad no era total. Algunos espejismos de luz se
filtraban bajo la cortina de pana verde que cubría la entrada. El verde de la
cortina me hacía pensar en un guacamol cuyo aguacate ya empezaba a ponerse de
un color desagradable.
Al atravesar la cortina tenía la impresión de que la verdad estaba por aparecer ante mis ojos.
Una verdad obtusa, pero definitiva.
En la enorme sala rectangular, un olor
agrio se apoderaba de la nariz y no salía de allí durante varias horas. La
debacle asaltaba todos los rincones. Las butacas ya no tenían los cojines
acolchados, ni los resortes aceitados de los buenos tiempos. Ahora crujían y
había que acomodarse constantemente para no dejar una nalga mal enganchada
entre los resortes. Las lámparas de los acomodadores titilaban una desconsolada
y amarillenta luz. La señalización de los pasillos había desaparecido debajo de
los grafiti y de las mentadas de madre escritas con la letra primorosa de artistas callejeros. La alfombra parecía una
imagen del descalabro. Raída. Descolorida. Abandonada a su suerte.
La pantalla, sin embargo,
mantenía su dignidad.
Si la peli era buena, la
incomodidad de los resortes no importaba, pero si por mala pata la historia era
un fiasco, entonces la pantalla no se salvaba de la guerra de poporopos, latas con restos de bebida y madreadas de la
audiencia. Pero si la peli era buena, no se escatimaba en aplausos y silbidos.
Esta noche todo parecía marchar
bien.
Contrario a lo que sucedía
siempre, Gonzalito se sentó en la última silla de la fila y con un gesto le
indicó a Simón que lo siguiera. Quise resistirme pero opté por sentarme en la
orilla. Pensé que tal vez querían tener a mano el combo de poporopos y
cocacolas que recién habíamos comprado. Pero a medida que pasaban los minutos
empecé a sentirme huérfana. Me hacía falta la grasa de la pancita de Gonzalito
para acomodar mi brazo derecho y el huesudo hombro de Simón para apoyar la
cabeza.
Ellos parecían cómodos y
satisfechos.
Nos quedamos en silencio. Mirando
encantados la pantalla blanca que dentro de poco nos llevaría a conocer otros
mundos, otras vidas, otras historias.
Simón llevó un puñado de
poporopos a su boca y mientras masticaba metódicamente, metió su mano dentro de
mi blusa y agarró uno de mis pechos.
La sala estaba desierta de
bullicio. Yo me estremecí, como si un
montoncito de alfileres transparentes me abrasaran la piel.
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