domingo, 12 de abril de 2015

EL MUERTO ESPERABA

Llovía. El reloj apresuró su marcha y una campanada puntual y metálica se desprendió de la torre de la iglesia. Olía a muerto y a sancocho de domingo. Los helados se derretían de su cucurucho de galleta y embadurnaban los dedos, las manos, los brazos y los codos de los chiquillos, que sin remilgo alguno, lamían esas vereditas de vainilla y ron con pasas. El calor era húmedo y sofocante. Los sudores y los olores no gratos de las axilas, se entremezclaban con los vahos de la tierra caliente y los perfumes de las flores cortadas para la ocasión. El muerto yacía lívido, como debía de ser, dada su situación, esperando tan solo la ceremonia para encaminarse con su cortejo a su última morada. Los vecinos  no se decidían a dejar el cobijo de su casa para encaminarse a la iglesia, sabían que esos goterones que tiraba el cielo, eran un presagio que intensificaría el calor, el sudor y los malos olores. Si tan solo el muerto no hubiera sido buena persona, si tan solo la gente no criticara por no llegar al entierro, si tan solo el muerto no hubiera tenido la ocurrencia de morirse justo ahora... El calor calcinaba y la lluvia se había ido tan intempestiva  como había llegado. Las calles seguían calladas y frente al altar, el muerto esperaba. Afuera ya no llovía.

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