Livingston no descansa nunca.
El jolgorio, las conversaciones de puerta
a puerta y de calle a calle salpican con el bullanguero idioma garífuna todos
los instantes. Las pieles oscuras con sus ropajes coloridos son un regalo a los
ojos.
Hacer amigos aquí es muy fácil.
Los nativos adoptan a los viajeros
inmediatamente. Las calles estrechas y empinadas con sus casas arrinconadas
están siempre abiertas. El tapado y el rice and beans alborotan al medio día el
hambre con su aroma a coco y frutos de mar. El estruendo de los tambores
tocando punta, los hombres y mujeres bailando como si el mundo se fuera a
terminar mañana, el sol pintando de reflejos los miles de pelícanos que le
disputan a los pescadores sus presas y las alfombras de pescado seco dorándose
al sol, son imágenes que se graban con cincel en la memoria.
En Qassiarsuk, en cambio, los inuit pintan sus casas con colores vivos tratando de
conjurar el blanco de la nieve y el negro de la noche polar que parece no
terminar nunca.
Los ojos duelen lastimados por la blancura del horizonte que
clava un sinfín de agujas sobre ellos. El silencio y la blancura se meten en el
alma y el aburrimiento reina en esa soledad. Algunas veces, incluso cuesta tener
pensamientos alegres y cuando por alguna razón el sol aparece, la nieve brilla
más y no queda más remedio que cerrarlos. Las tormentas ocultan las
huellas de los trineos y es fácil perder la dirección durante una tormenta.
Los
inuit reconocen una gran cantidad de tonalidades del color blanco y esto les
permite sobrevivir a las inclemencias del tiempo. La civilización ha
llegado a las zonas árticas y los
iglú poco a poco han sido sustituidos por viviendas cada vez más abrigadoras.
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